Cuando somos jóvenes y soñamos con el amor y la realización personal, pensamos tal vez en las noches parisienses iluminadas por la luna o en caminatas por la playa al atardecer.
Nadie nos dice que los más grandes momentos en la vida son transitorios, no son planeados y casi siempre nos toman por sorpresa.
Hace poco, le estaba leyendo un cuento a mi hija de siete años, Annie, cuando advertí su mirada fija. Me contemplaba con una expresión lejana, como en un trance. Al parecer, el que yo terminara de leerle el cuento de Samuel Bigotes no era tan importante como habíamos creído.
Le pregunté en qué pensaba.
“Mamá — susurró–, no puedo dejar de mirar tu cara tan bella”.
Casi me derrito.
Annie no podía siquiera imaginar cuánto me ayudarían sus palabras sinceras y amorosas en los momentos difíciles durante los años venideros.
Poco tiempo después, llevé a mi hijo de cuatro años a una elegante tienda, donde las notas melodiosas de una canción de amor clásica nos atrajeron hacia el lugar donde un músico en smoking tocaba un piano de cola. Sam y yo nos sentamos en una banca de mármol cerca de él, quien parecía tan anonadado como yo con la armoniosa pieza que estaba interpretando.
No advertí que mi pequeño Sam se encontraba de pie a mi lado hasta que se volvió, tomó mi rostro entre sus pequeñas manos y me dijo:
“Baila conmigo”.
…. Si sólo aquellas mujeres que se pasean bajo la luna de París supieran cuánta alegría produce una invitación hecha por un niño de mejillas sonrosadas y franca sonrisa. Aun cuando los transeúntes que nos rodeaban nos miraban asombrados y nos señalaban mientras nos deslizábamos y girábamos por todo el atrio, yo no hubiera cambiado ese momento ni por todo el oro del mundo.
— Jean Harper
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