El maltrato puede ser físico, sexual, psicológico, verbal o una combinación de ambos.
Vivir en un hogar que se respira violencia produce inseguridad y confusión que se traduce en múltiples trastornos físicos o psicológicos.
Pero desgraciadamente hay menores que perciben la violencia como algo “normal” porque interiorizan un modelo relacional hacia su madre basado en el abuso del poder y el maltrato.
Cualquier forma de violencia física o mental determina la necesidad de ser considerado como maltrato, no sólo la violencia directa, sino también los efectos indirectos de la violencia de género sobre los/as niños/as. Basándonos en estudios acerca de la violencia intrafamiliar que han puesto de relieve los efectos psicológicos potencialmente adversos que tienen sobre ellos, presenciar o escuchar situaciones violentas (tanto físicas como psicológicas) entre sus progenitores generan numerosas consecuencias.
Los hijos e hijas de un maltratador viven inmersos en el miedo. Ellos y ellas son candidatos al diagnóstico de toda la variedad de trastornos por estrés traumático, depresiones por desesperanza o de posibles trastornos de personalidad. Todo ello sin un solo golpe, sin un maltrato “directo”.
Las reacciones observadas más frecuentemente son síntomas de ansiedad y depresión, sentimientos de baja autoestima, problemas en las relaciones sociales, conductas agresivas y dificultades en el rendimiento escolar.
Las situaciones de violencia hacia la mamá presenciadas por sus hijos/as, pueden dar lugar a situaciones traumáticas crónicas con fases de exacerbación y escaso control, e incluso a situaciones de un incontrolable cuadro de trastorno de estrés postraumático.
Debemos diferenciar entre las consecuencias que la violencia de género produce en los menores, aquellas que son resultado de la exposición directa:
Consecuencias físicas: retraso en el crecimiento, alteraciones del sueño y de la alimentación, retraso en el desarrollo motor, etc.
Alteraciones emocionales: ansiedad, depresión, baja autoestima, trastorno de estrés post-traumático, etc.
Problemas cognitivos: retraso en el lenguaje, absentismo escolar, fracaso escolar, etc.
Problemas de conducta: falta de habilidades sociales, agresividad, inmadurez, delincuencia, toxicomanías, etc.
Si la exposición es indirecta podemos observar la incapacidad de las víctimas para atender a las necesidades básicas de las niñas y niños, por la situación física y emocional en la que se encuentran, lo que puede generar situaciones de negligencia y abandono hacia los niños y niñas. También, la incapacidad de los agresores de establecer una relación cálida y afectuosa cercana con sus hijas e hijos puede generar serios problemas de vinculación afectiva y establecimiento de relaciones de apego disfuncional.
Entre los efectos a largo plazo, que se asocian a la exposición de menores a la violencia, se encuentra el aprendizaje que hacen los menores de las conductas violentas dentro de su casa. Según diversas investigaciones, la Academia de la Ciencia de los Estados Unidos afirma que “la tercera parte de los niños que sufrieron abusos o se vieron expuestos a la violencia paterna, se convierten en adultos violentos”.
A partir de lo que observan en su entorno, los pequeños de la casa aprenden a definirse, a entender su entorno y a relacionarse con él. Por este motivo, la familia es el agente socializador más importante.
Los niños y niñas que crecen en hogares violentos interiorizan y mimetizan una serie de creencias y valores negativos entre los que se encuentran los estereotipos de género, las desigualdades entre hombre/mujer, las relaciones con los demás, pero también, la legitimidad del uso de violencia como medio para resolver conflictos, que sientan las bases de comportamientos futuros de maltrato en sus propias relaciones de pareja.
La tendencia observada es que las niñas se identifican con el rol materno asumiendo la sumisión, la pasividad y la obediencia, mientras que los niños escogen el rol paterno adoptando posiciones de poder y privilegio.
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