Pasado el velorio de Don Atenógenes, el abogado de la familia leyó el testamento que dejaba en manos de su sobrina Aureliana -que era prácticamente su única familiar directa-, la casona de la colonia Río Mixcoac, con sus cuartos numerosos, el jardín circundante, las cajas empolvadas y los muebles que la familia había acumulado por cinco ó seis generaciones….
Pudieron vender el sitio que ella heredó, pero con tres hijos que no cabían en el departamento donde estaban, la idea de que en la vieja casona sobraran cuartos, llevó a Aureliana y los suyos a irse a vivir a Mixcoac en menos de un mes.
Entre las cosas que la familia llevó a la casona estaba un cuadro de buen tamaño que, igual que la nueva dueña, volvía a donde ya antes había estado. Era una pintura en óleo en el que se veía a un niño travieso que lloraba desconsolado por haber roto un jarrón. La expresión del niño era tan sincera como bien pintadas eran las lágrimas. El cuadro se veía tan real, que inevitablemente quien lo veía se sentía conmovido y si era un poco sentimental, hasta movía al llanto.
Pero Aureliana, al recibirlo como regalo de la abuela, lo aventó al fondo de un armario, donde quedó como nube negra embotellada.
Ahora en la nueva casona, el cuadro tenía ya un lugar destinado, aunque fuera un rincón apartado donde poca luz llegaba y allá fue a parar, a la pared donde ya había estado quizá cuarenta o cincuenta años antes.
Después de instalarse, la familia sentía que llegaba a un edén. Ahora cada niño tenía su habitación, lo que había disminuido los pleitos entre ellos. El marido dedicaba horas a sacar yerbas, enderezar, árboles, cortar rosales, dar formas a los arbustos, perplejo al descubrir que la jardinería es pasión llena de paciencia.
Aureliana misma pasó varias semanas decorando la casa, pintando muebles viejos y paredes manchadas, sacó de las cajas hasta el último alfiler, reacomodó armada de un trapo y bolitas de naftalina.
Lo único extraño era que, quizá por tener más espacio, los hijos se habían vuelto un poco desordenados. En la escalera aparecían soldados de plástico de ésos que el menor se entretenía al lanzar de precipicios con paracaídas de bolsitas. En la sala cada tres noches se quedaban tiradas pelotas, avioncitos, juegos de mesa.
Hubo incluso dos o tres ocasiones en que unos treinta juguetes amanecieron desperdigados por el jardín, lo que justamente extrañaba a los padres, acostumbrados a que los hijos eran más ordenados, aunque éstos como siempre, se escudaban en el yo no fui para no recoger y luego lo hacían a regañadientes.
Sin embargo, la historia cambio cuando una tarde se quedó sola en la casa la hija de en medio, mientras los hermanos estaban en el fútbol, el papá en el trabajo y Aureliana en una junta escolar. La jovencita pasó la tarde con la nariz metida en una novela romántica, aun así, cuando llegó en la tarde la familia, el sitio parecía como si una juguetería hubiera invitado a todos los niños del barrio a desordenar anaqueles… Había juguetes regados por todos lados!
La niña no tenía palabras. Ella no había hecho nada. Pero claro, nadie le creyó!… hasta que llegaron del laboratorio un par de rollos de fotografía. Uno era de cuando Aureliana cumplió años y el otro de cuando ella y su hija en la cocina hablaban del alumbramiento de su perra, mientras papá arreglaba el grifo de la cocina y los niños no paraban de reír de lo mucho que el señor se estaba mojando; pero en esa foto, se alcanza a ver al fondo, en un rincón, con juguetes en las manos y con la vista fija en los nuevos cachorritos de la perra, al niño del cuadro, jugando entre ellos, carente de las lágrimas con que se le veía en el cuadro, y era él quien movía los juguetes de lugar y no paraba de sonreír en las fotografías, feliz de volver a casa!!!
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