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El Árbol del Amor

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Leyenda urbana zacatecana

 Era de madrugada cuando la vieron correr cruzando la plaza, rumbo al templo de San Agustín. Había pasado la noche sin pegar ojo, las manos le temblaban como si tuvieran vida propia y aún así trataba de comerse las uñas. Iba al único lugar que le daba calma, a la sombra de un árbol que estaba a espaldas del convento.

  Oralia tenía la edad en que las muchachas comienzan a planear bodas. Su familia sentía gran orgullo por su belleza, aunque en Zacatecas era más conocida por su risa fresca y su calidez. Había nacido en la ciudad y no tenía más ambiciones que seguir allí, cerca de su familia. Aunque los papás tenía otros planes y eso era lo que la tenía al borde del ataque.

  En Zacatecas vivía un dibujante francés cuyos retratos de esquinas y edificios le habían ganado gran fama. Habiendo llegado con la ola de la invasión francesa, hacía años que Philippe Rondé era vecino del lugar. Gran ilustrador y conocedor de arte, se trataba de un hombre con mundo, de modales exquisitos.

   A últimas fechas, Rondé visitaba la casa de Oralia y era bien recibido por los padres, quienes veían con buenos ojos que el ilustrador pretendiera a su hija. La misma Oralia había sentido alguna atracción por Rondé, que vestía con elegancia, que le prodigaba amabilidades. Le llamaban la atención su voz con acento extranjero y las historias de su patria.

  Para esa noche se había concertado una cena formal. Oralia estaba segura de que Rondé iba a pedir su mano. Y sin lugar a dudas, sus padres iban a decir que sí. Parecía una gran historia para una muchacha, una que debía poner feliz a Oralia.

  Sin embargo, había otra historia, una que sólo ella y el árbol conocían a fondo. El culpable de las dudas se llamaba Juan, un muchacho del campo que fue a Zacatecas a trabajar en las minas. En cuanto salía a la superficie y sin importar el cansancio, Juan iba por un burro para repartir agua.

  Era Juan el que cargaba el agua con que Oralia regaba el árbol que consideraba suyo a espaldas de San Agustín. A ella le gustaba la pasión por cantar y la alegría que Juan transmitía a su alrededor. Él le componía versos amorosos a Oralia, aunque no se atrevía a cantárselos.

  Juan tenía los mismos prejuicios que los papás de ella, por eso soñaba con hallar una veta de plata que le permitiera volverse rico. Así sería merecedor de Oralia, que vivía en el centro, en una casa de dos patios. Esa amistad ya había sido prohibida en casa de la muchacha: “No es de tu clase”, le decían.

 En la madrugada del día que Philippe iba a pedir su mano, su corazón decía no. A Oralia le brotaron las lágrimas. Lloraba ella y el árbol le hizo compañía, dejando caer miles de gotas de rocío. Las gotas que cayeron sobre las manos de Oralia se convirtieron en una flor blanca.

  Aquella misma tarde, cuando Juan llegó con el agua, Oralia, en vez de estar bañándose para recibir al francés, estaba en el jardín a espaldas del convento. Apenas lo vio, corrió a besarlo en la boca. Poco tiempo tuvieron para el escándalo quienes los vieron besarse, más admirados porque el árbol bañaba a la pareja con flores blancas.

… Rondé volvió a Francia un poco más tarde y con el corazón herido tratando de olvidar México. La familia de Oralia no aceptó a Juan hasta mucho tiempo después de que éste diera con la veta de plata que tanto buscaba.

   El árbol ocupa hoy un rincón en un parque que lleva por nombre Plaza Miguel Auza. Hay quienes dicen que su nombre es Symphoricarpos, la gente lo conoce como el Árbol del Amor.

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