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El Arbol Infinito

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(Leyenda de la tribu chaga, Tanzania)

  El Árbol infinito era llamado así por ser inmenso. Hacía ver como yerbas a los mpíes, los baobab y demás arbolones de la sabana. Hacía ver como enanos a los pináceos de la montaña y a la montaña misma. Era imposible ver la punta de su copa, por mucho que para ver alguien se montara al Kilimanjaro.

  La enorme sombra del árbol infinito bendecía con su resguardo a la gente y al ganado de los abrazadores rayos del sol. Las ramas protegían de la lluvia y el granizo. La vida de los chaga giraba en torno a su figura protectora. Era natural que se le tuviera por un lugar sagrado, que se le fincaran altares.

  Dos cosas estaban prohibidas en el Árbol Infinito: cortar la más delgada de sus ramas y trepar la más baja de ellas. Al árbol debía honrársele antes que tirar de su explotación. Para los niños, los visitantes y los desinformados, estaba la leyenda del origen del árbol que, a diferencia de los demás, nació sin haber sido pepa.

  Era un día benigno para la recolección. Partió un grupo del villorrio al bosque compartiendo pasos y risas. Iban los mayores cuidando a los inexpertos, unos al frente, otros en la retaguardia. A la mitad iba una muchacha casi niña, espigada como el pasto, tenía la curiosidad del felino, un corazón joven lleno de buenas intenciones. 

  Al llegar al lugar de la colecta, el grupo se dispersó en diásporas de dos o tres. Fue cuando se escuchó un grito de auxilio. Quienes corrieron a prestar ayuda hallaron a la muchacha espigada con los pies en un barro negro que nadie conocía. Y seguía hundiéndose.

  Un joven se subió a un árbol. Desde allí tiró una cuerda a la muchacha. Luego jalaron todos un extremo de la cuerda pero ni la fuerza del grupo de recolectores bastó para sacarla de allí. Fueron por más ayuda. Con tres cuerdas unidas y el pueblo entero tirando de ellas, se creyó por un segundo que la tragedia se evitaba. Fue imposible. Para entonces las costillas de la muchacha ya tocaban el barro.

  Donde la fuerza y el conjunto fueron vencidos, un brujo organizó el sacrificio de una vaca y una oveja. Murieron ambos animales alimentando de su sangre el barro, más no hubo dios alguno que mostrara piedad. 

 Antes de que saliera el sol al día siguiente, la muchacha había sido tragada por la tierra.

  Algunas lunas después brotó de la tierra lo que parecía una yerba o un árbol cualquiera. Más tardó en nacer que en elevar sus talle de mastodonte, su tronco que ni cien hombres juntos podían rodear, sus ramas tan largas y frescas como nubes. 

   Quienes recordaban a la muchacha y sabían del lugar donde murió, iniciaron el culto al Árbol Infinito. Fueron dos de sus descendientes quienes rompieron la regla de jamás trepar a él. Eran curiosos, como la muchacha de la cuál nació el árbol mismo.

 Iniciaron la escalada de noche, cuando nadie los veía. Iban cargados de comida. Tardaron más de diez días en dejar de ver el pueblo, confundido a la distancia entre los pliegues de la tierra. Y siguieron subiendo, hasta perderse. Nunca volvieron pero hicieron llegar sus voces. Estaban en otro mundo, un mundo anterior, uno donde ellos todavía no nacían. 

 Así nació la noción de las épocas, de los tiempos más allá de la propia vida, de la historia. Por eso desde entonces al que fue llamado infinito se le conoce como el Árbol de la Historia.

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