Hace mucho tiempo El Baobab, también llamado en español Adansonia, no era el árbol de figura misteriosa que hoy conocemos. Su grueso tronco abovedado es lo único que permanece sin cambio, pero su ralo follaje, de ramas pequeñas, ese era antes todo lo contrario.
Se dice que era el árbol más frondoso del África. Sus ramas eran largas y muy fuertes, proporcionales a sus treinta metros de altura. Estaban llenas de hojas grandes y abovedadas. Cuando el sol regaba el valle con su luz, el árbol se extendía majestuoso a beberse los rayos.
En la tierra todos sabían que, aparte de ser el mayor, el Baobab también era el más hermoso de los árboles. El mismo árbol hacía por lucir mejor. Recogía el rocío matinal y aprovechaba cada gota que no bebía para limpiar sus hojas y ramas. Era tan vanidoso el árbol que, si una hoja se secaba, pronto se la sacudía de encima.
Un día apareció un ave pequeña desconocida en aquellos valles. Era difícil apreciar los colores de su plumaje porque estaba muy sucia. Una larga travesía la había llenado de polvo, de lodo y cansancio. Volaba en todas direcciones, revisando ahora los árboles, ahora la tierra. Hasta que no pudo más y fue a posarse a una de las ramas del Baobab.
Cuando el árbol sintió al ave encima, pronto le dijo:
– Oye tú, quítate de allí. Me vas a ensuciar.
El ave, que no conocía al Baobab y que lo imaginó como todos los demás árboles, le respondió:
– Déjame quedarme un rato, por favor. Necesito descansar. He viajado mucho porque mis hijos tienen mucha hambre y casi no hay comida.
– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
– Sólo necesito un poco de descanso. Hace poco me atacó un halcón. Si arreglo mis plumas, podré volar como es debido, sin tanto esfuerzo.
– A mí no me interesan tus penas. Yo sólo quiero que te vayas de aquí. Me vas a ensuciar – dijo el Baobab, al tiempo que empezó a agitar sus inmensas ramas.
El ave tuvo que salir huyendo porque un ramalazo era igual de peligroso que un halcón. Poco después halló la comida y pudo volver a alimentar a sus crías.
Lo que el orgulloso árbol no sabía era que todo había sido una prueba. Los dioses habían usado la necesidad del ave para ver cuán solidario podía ser el jactancioso árbol. Y no había sido solidario en absoluto, ni siquiera con un ave en apuros.
De modo que los dioses quisieron castigar la perfidia del árbol y le dieron donde más le dolía: en la vanidad. Su castigo fue que las raíces pasaron a ser la copa y las inmensas ramas, que tanto orgullo daban al Baobab, fueron enterradas.
A partir de entonces, el árbol tampoco fue capaz de mover sus ramas como antes, para que nunca más le negara a un ave el refugio de sus alturas. Y para que en vez de correr a los demás, los socorriera, lo condenaron a ser usado por los hombres y los animales.
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