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EL COFRE

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Un anciano vivía completamente solo en una pequeña casa. Había trabajado toda su vida como sastre, pero los infortunios lo habían dejado en bancarrota y ahora, viejo y enfermo ya no podía trabajar.
Aunque tenía tres hijos varones, los tres ya habían crecido y se habían casado, además siempre estaban tan ocupados que sólo tenían tiempo para cenar con su padre una vez, cada tres o cuatro semanas.
El anciano estaba cada vez más débil, y los hijos lo visitaban cada vez menos. -No quieren estar conmigo ahora -se decía- porque tienen miedo de que yo me convierta en una carga para ellos.
Se pasó una noche en vela pensando qué sería de él y al fin se le ocurrió un plan.
A la mañana siguiente fue a ver a su amigo el carpintero y le pidió que le fabricara un cofre grande.
Luego fue a ver a su amigo el cerrajero y le pidió que le diera un cerrojo viejo. Por último fue a ver a su amigo el vidriero y le pidió todos los fragmentos de vidrio roto que tuviera.
De regreso a su casa el anciano llenó el cofre hasta el tope de vidrios rotos, le echó llave y lo puso bajo la mesa de la cocina.
Cuando sus hijos fueron a cenar, a la semana siguiente lo tocaron con los pies. 
– ¿Qué hay en ese cofre?:-  preguntaron
— ¡Oh, nada! -respondió el anciano-, sólo algunas cosillas que he guardado.
Sus hijos lo empujaron y sintieron lo pesado que estaba. Lo patearon y oyeron un tintineo. – Debe estar lleno con el oro que el viejo ahorró a lo largo de los años -susurraron.
Llenos de ambición deliberaron y comprendieron que debían custodiar el tesoro. Decidieron entonces turnarse para vivir con el anciano, y así podrían cuidar también de él.
La primera semana el hijo menor se mudó a la casa del padre, y lo cuidó y le cocinó. A la semana siguiente lo reemplazó el segundo hijo, y la semana siguiente acudió el mayor.
Y así lo hicieron por un largo tiempo hasta que al fin el anciano padre enfermó y falleció.  Los hijos le hicieron un bonito funeral, pues sabían que una fortuna los aguardaba bajo la mesa de la cocina, y podían costearse un gasto grande con el viejo.
 Apenas terminó la ceremonia, se dirigieron inmediatamente a la casa del anciano y buscaron con ansiedad la llave que abriría aquel cofre.  Por fin la encontraron y al abrirlo se llevaron tremenda sorpresa pues sólo contenía vidrios rotos.
—¿Qué infamia! -exclamó el hijo mayor-. ¡Qué crueldad hacia sus hijos!
— Pero, ¿qué podía hacer? -preguntó tristemente el segundo hijo-. Seamos francos. De no haber sido por el cofre, lo habríamos dejado morir solo.
— Estoy avergonzado de mí mismo -sollozó el hijo menor-. Obligamos a nuestro padre a rebajarse al engaño, porque no observamos el mandamiento que él nos enseñó cuando éramos pequeños.
Pero el hijo mayor volcó el cofre para asegurarse de que no hubiera ningún objeto valioso oculto entre los vidrios. Desparramó los vidrios en el suelo hasta vaciar el cofre.
Los tres hermanos observaron que dentro del cofre se leía una conocida, pero a veces poco practicada sentencia bíblica: “Honrarás a tu padre y a tu madre, par que tus días se alarguen sobre….”.

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