Aquella mañana el rey salió acompañado solamente por tres hombres de su guardia personal. Como era costumbre, para cazar al jabalí y evitar su fino olfato, el rey y su escolta iban cubiertos con pieles de dicho animal, con las caras, los brazos y las piernas cubiertas de lodo.
Entraban al corazón del bosque cuando un jabalí fue avistado. Los tres guardias apuraron el paso de sus caballos para darle caza al animal salvaje. El rey iba detrás de ellos cuando erró una curva. Quiso reanudar sus pasos equivocando el norte. Creyó escuchar ruidos y se alejó aún más.
Ningún motivo de alarma había hasta que, golpeando la cabeza en una rama, el rey perdió el caballo y el sentido. Al despertar, se encontró vagando por un bosque que era suyo pero desconocía totalmente. Al pegar en el piso se había mordido la lengua y la tenía abierta, sangrante.
Debía volver cuanto antes a su castillo, era preciso que viera un médico. Miró el horizonte para orientarse. Si el sol estaba iniciando el ocaso, el rey tenía marcado el oeste. Hizo cálculos y su marcha lo llevaba a atravesar directamente el bosque.
¿Podría hacerlo rápido, antes de que anocheciera? El ruido de una cascada lo llevó al río, donde un grupo de mujeres se espantaron al verlo. Los niños y jóvenes que las acompañaban le tiraron piedras al rey, amenazaban con venir a cazarlo. Él hacía señas, más ninguna palabra coherente salía de su lengua herida.
Fueron los jóvenes por ayuda y el rey comenzó a correr, alejándose. Entre el miedo y la falta de mapa, corrió directo a perderse aún más. Mientras el sol seguía bajando. Escondido en una roca, el rey podía ver las antorchas de los campesinos, que andaban tras su rastro.
En eso, el rey escuchó el sonido de una flauta. Era un cazador que salía del bosque con dos conejos y celebraba la victoria con una alegre melodía. El cazador reconoció a un noble detrás de las pieles del jabalí y, más aún, detrás del lodo pudo ver las joyas y las formas del rey. También entendió la gravedad del herido, al ver que la boca del monarca no paraba de sangrar.
El cazador supo llevar al rey hasta su palacio, guiándolo por los atajos del bosque, lejos de los campesinos y los animales salvajes. Gracias a la pericia del cazador, el día no pasó de ser una anécdota en la biografía del rey.
Muy agradecido, el monarca nombró al cazador entre sus consejeros y miró que durante los años siguientes crecieran sus comodidades y renombre. El cazador pasó a vestir ropas que el rey le hacía llegar, obtuvo sus primeras joyas y sus primeros sirvientes. Un acto de generosidad le cambió el estatus social.
Pero al cazador no le gustaban la pompa y el boato de la corte. De modo que solía faltar a las reuniones y no estaba allí cuando el rey quería hacerle alguna consulta. Enojado, el rey mandó a arrestar a su consejero y, como éste siguió desobedeciendo, fue encadenado y fue condenado a muerte.
Para subir al cadalso, el consejero desobediente se quitó las ropas caras que el rey le había dado y volvió a ponerse las de cazador. Cuando se le preguntó si quería pedir un último deseo, el consejero pidió tocar una melodía con su flauta. Así, las notas de la dulce melodía con que el cazador celebraba la victoria llegaron otra vez a oídos del monarca, recordándole que, a ese hombre que estaba por matar, le debía la vida.
El rey perdonó la vida del cazador y luego le dejó seguir siendo su consejero pero desde su casa, desde su bosque.
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