Fernando Nájera imaginó que el pastel que llegó a su mesa fue horneado con las mieles de la amistad. Ignoraba que se cocinó con rencor, con odio nacido de la envidia que le tenía Óscar Pacheco, un vecino cuya casa estaba a unas puertas de la casa del alcalde Nájera.
Nájera era un caballero con tierras heredadas de sus antepasados comendadores. Disfrutaba de rentas públicas ofrecidas por el virreinato en reconocimiento de su investidura y labor pública. Rico en bienes materiales, era también cristiano preocupado por las almas. Cultivó fama de ser hombre piadoso y dado a ayudar; se decía que ningún justo que se acercase a él en busca de ayuda se iba con las manos vacías.
Tal vez por la riqueza material o por la riqueza moral y espiritual y por lo mismo de ser un hombre tan querido y respetado por el pueblo, pero lo cierto es que Pacheco le tenía mucha envidia y había gastado harta saliva en hacer correr por las calles de la capital de la Nueva España rumores que desacreditaban la imagen de Fernando Nájera… Tanto era su odio y tan poco el eco que tuvo su campaña de desprestigio, que contrató ladrones para que asaltaran las carretas de los negocios de su vecino. Y hasta pago para que quemaran una hacienda en Córdova.
Pero como, a cada ataque, la fortuna recompensaba al agredido para horror sufrido, más oscura se tornó la envidia de Pacheco. Ciego de rabia, decidió matarlo y para tal fin, consiguió un veneno de los que menguan la salud sin matar de golpe.
Nájera, libre de sospecha, comió del pastel de hojaldra y, luego de desayunar, salió a escuchar misa en la iglesia de Porta Coeli. Famoso era en la ciudad de México, el Cristo blanco de marfil que adornaba el altar.
Sintiéndose extrañamente cansado, Nájera escuchó media misa. Salió a mitad del sermón con el rostro cubierto de una palidez grisácea no sin antes pasar a besar, como acostumbraba a diario, los pies del Cristo de Marfil.
Al tocar los labios de Nájera los pies del Cristo blanco, el color de la imagen fue cambiando al más oscuro de los negros. Era el veneno que dejaba el cuerpo de Nájera e invadía el marfil, desde los pies hasta la corona de espinas. Al incorporarse, Nájera estaba sano, incluso más joven.
Los presentes no pudieron explicarse cómo era que aquel beso había obrado tal cambio en el Cristo. Sólo uno pudo hacerlo, Óscar Pacheco, que al ver el milagro se llenó de miedo y corrió arrepentido a contar al cura lo que había hecho.
Algunos presentes quisieron colgar al canalla que intentó matar a don Fernando. Pero el hidalgo mismo se los prohibió perdonándole en ese mismo instante la vida y la ofensa a Óscar Pacheco.
Desde entonces, hecho de marfil pero más negro que la obsidiana, el Cristo Negro aún está dentro de la capilla que don Fernando Nájera le mandara construir dentro de la catedral metropolitana de la ciudad de México.
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