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El Hijo Rojo

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(Una antigua Leyenda Japonesa)

   Hace muchos siglos llegó a oídos de un joven emperador del país del Sol naciente (Japón), el rumor de que había una bruja capaz de ver el hilo rojo que une a las personas. Con el candor de la juventud, el monarca dio por cierto que, si la bruja decía la verdad, él podía hallar al amor de su vida.

  Los guardias llevaron al palacio a una mujer que tenía la edad y la parsimonia de los sabios curanderos. Se decía que ella pasó la vida pensando en los hilos rojos hasta que sus ojos aprendieron a verlos. A ver esas líneas que salen del pecho, pasan por el dedo del corazón y unen a personas que están destinadas a compartir almas y días.

 -¿Es verdad que puedes ver los hilos rojos? -preguntó el emperador.

  A lo que con premura la bruja asintió 

– Muéstrame entonces cómo ha de ser la mujer que ha de ser mi esposa.

  Para cumplir la encomienda, la bruja pidió al monarca que se enrollara un listón rojo en el dedo del corazón, para aumentar la fuerza del vínculo. El emperador tenía muchos hilos que lo unían a muchas personas y la anciana hechicera debió discernir cuáles eran los del amor.

  Descartados varios hilos por el amor de familia y la amistad, quedaron dos hilos en los que había deseos que unían al monarca a un par de cortesanas del palacio, pero también había un tercero, uno mucho más poderoso, que salía de los aposentos reales, atravesaba el castillo, seguía a lo largo del valle e iba a perderse detrás de las montañas.

  Segura de ir tras el hilo correcto, la anciana bruja guió a la comitiva del emperador durante tres días y noches, hasta dar con un pueblo humilde que estaba pegado a un río. Cerca del grupo de mujeres lavando ropa, había una mujer joven, una campesina, que cuidaba de una niña, casi bebé, que apenas comenzaba a caminar.

  El emperador creyó que era una burla…

  ¿Cómo iba a ser emperatriz aquella campesina casi indigente? Enojado, el monarca aventó a la bruja, que chocó con la campesina. La cabeza de la niña pegó sobre una roca al caer, pero ni la sangre de la inocente contuvo la furia del emperador, que regresó al palacio seguro de haber hecho el ridículo. 

  Durante veinte años el monarca se dedicó al gobierno y la guerra, sin volver a hablar de tener una esposa hasta que concertó la unión con una desconocida que era hija de uno de sus generales.

  Durante la boda, al destapar el velo de la novia, el emperador notó que ella tenía una cicatriz en la cabeza. Desconcertado, preguntó a la novia por la cicatriz.

  -Ya sabes la respuesta. Tú me causaste la herida. Creíste que mi aya (*) iba a ser tu esposa.

  Todo ese tiempo le tomó al emperador saber que aquella anciana bruja no se equivocó.

 (*) aya= ‘mujer encargada en una casa o familia del cuidado y educación de los niños’

 

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