El Mundo
“Bienvenido a casa Francisco”, le cantaban un colorido coro de niños chiapanecos al Papa Francisco en su llegada a la capital del estado, Tuxtla. Tras bajar Bergoglio del avión se produjo una imagen que parecía saltar 500 años: el Sumo Pontífice de la Iglesia católica bendecía a un grupo de indígenas que se arrodillaban ante su presencia. Toda la misa oficiada en Chiapas, en momentos dada en lenguas indígenas, se convirtió en simbolismo del “difícil” encuentro de dos culturas…
Chiapas no es un estado más ni era una parada más en el viaje del Papa. Chiapas es un estado sin fronteras, de montañas que se atraviesan como antaño y que pertenece más al indigenismo centroamericano, representado también en la ceremonia, que a la lejana Ciudad de México.
Francisco quiso ir allí a resolver, o intentarlo, un problema de cinco siglos: la imposición del catolicismo a los grupos descendientes de los mayas y su histórica exclusión social que llega hasta hoy. El Sumo Pontífice aterrizó en el revolucionario, desigual e irreverente estado del sur de México: la casa de los tzeltal, tzotzil, chol y zoque, zona de zapatistas y su revolución de ya 20 años en la que el pueblo decidió autorregularse en sus áreas más pobres y donde los católicos suponen un 58% de la población, el porcentaje más pequeño del país. Chiapas es el estado más pobre de México y los indígenas, el último escalón de su débil pirámide social. En la bella San Cristóbal de las Casas, donde el Papa ha oficiado su misa, las calles se convierten cada día en un ir y venir de indígenas, muchos niños, que intentan vender sus mantas o comidas en una absoluta pobreza.
Ahí, donde hay 282 congregaciones religiosas acreditadas, sólo 12 católicas, el Papa debía hacer una segunda evangelización y lanzar un mensaje que terminará también con la perdida constante de fieles a la Iglesia católica. “En esta expresión, hay un anhelo de vivir en libertad, hay un anhelo que tiene sabor a tierra prometida donde la opresión, el maltrato y la degradación no sean la moneda corriente. En el corazón del hombre y en la memoria de muchos de nuestros pueblos está inscrito el anhelo de una tierra, de un tiempo donde la desvalorización sea superada por la fraternidad, la injusticia sea vencida por la solidaridad y la violencia sea callada por la paz”, dijo.
En la tierra de la revolución, Francisco hizo un guiño a esos ideales afirmando que “de muchas formas y maneras se ha querido silenciar y callar ese anhelo, de muchas maneras han intentado anestesiarnos el alma, de muchas formas han pretendido aletargar y adormecer la vida de nuestros niños y jóvenes con la insinuación de que nada puede cambiar o de que son sueños imposibles”.
Luego, el Sumo Pontífice hizo referencia a la verdadera creencia de estas tierras: el dios naturaleza. “Frente a estas formas, la creación también sabe levantar su voz; esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que gime y sufre dolores de parto”, explicó para entrar después de lleno en el gran tema ambiental, el cambio climático, y las enseñanzas que los pueblos indígenas pueden ofrecer para saber tratar la naturaleza: “En esto ustedes tienen mucho que enseñarnos. Sus pueblos, como han reconocido los obispos de América Latina, saben relacionarse armónicamente con la naturaleza, a la que respetan como fuente de alimento, casa común y altar del compartir humano”.
Para el final, el Papa quiso pedir un perdón, genérico, de tantos siglos de exclusión de los pueblos indígenas americanos, una herida por la que aún sangra en todo el continente. “Sin embargo, muchas veces, de modo sistemático y estructural, sus pueblos han sido incomprendidos y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus valores, su cultura y sus tradiciones. Otros, mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado, los han despojado de sus tierras o han realizado acciones que las contaminaban. ¡Qué tristeza! Qué bien nos haría a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir: ¡Perdón! El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita. Los jóvenes de hoy, expuestos a una cultura que intenta suprimir todas las riquezas y características culturales en pos de un mundo homogéneo, necesitan que no se pierda la sabiduría de sus ancianos”.
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