Una de las muchas lecciones del fallo de la Corte Suprema derogando la protección legal federal al aborto es que las elecciones tienen consecuencias. De tal modo que cuando decidimos no votar porque nuestro candidato no ganó la nominación —o porque estamos molestos debido a que no se han llenado nuestras expectativas—, es muy probable que gane alguien como Donald Trump, como en 2016, quien aparte de encabezar una de las presidencias más radicales y racistas de la historia reciente, también llenó el máximo tribunal con jueces activistas que emitieron el 24 de junio una decisión estrictamente política.
Otro de los jueces ultraconservadores, Clarence Thomas, dejó en claro que la derogación de Roe vs. Wade es solo el principio. El matrimonio entre personas del mismo sexo, el derecho a tener acceso a anticonceptivos y la larga lista de deseos de la derecha estadounidense, incluyendo la anulación del Obama Care, se convierten en blanco de una Suprema Corte en la que los radicales tienen la última palabra.
Porque queda claro que la anulación de Roe vs. Wade es apenas el inicio, un objetivo que llevaba años cocinándose y en el cual están todas las huellas digitales de figuras republicanas como Mitch McConnell, líder de la minoría republicana en el Senado, quien estando en mayoría impidió que se confirmara la nominación del actual Secretario de Justicia, Merrick Garland, a la Corte Suprema porque lo nominó el entonces presidente Barack Obama.
Cuando Trump ganó las elecciones en 2016 pudo nominar no uno, sino a tres jueces supremos a lo largo de su presidencia: Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett, quienes no decepcionaron a los ultraderechistas al sumarse al fallo 6-3 contra Roe vs. Wade.
Trump no solamente encabezó una nefasta presidencia caracterizada por su extremismo, xenofobia y corrupción a la vista de todos, sino que al perder la reelección en 2020 encabezó una intentona de golpe de estado para que Joe Biden no fuera certificado como presidente electo. Y con todo, su lastimoso legado sigue vivo en los tres jueces que nominó y en los ultraconservadores que ya estaban.
Ahora que comienza a apretar la contienda electoral de cara a los comicios intermedios de noviembre, donde 35 escaños del Senado y toda la Cámara de Representantes —435 escaños— estarán en juego, ambos bandos, demócratas y republicanos, anticipan que el fallo del Supremo movilizará a sus huestes a las urnas.
De una parte, los demócratas le recuerdan a su base que el ataque a los derechos de la mujer de decidir si prosigue o no con un embarazo es solo la punta del iceberg, porque es de anticiparse que comience un asalto a otras libertades individuales y un ataque frontal en otros temas, ya sean de salud o inmigración, entre otros, a los que los republicanos se oponen.
De otra parte, los republicanos esperan que el fallo del Supremo sobre las armas, negándole a los estados la autoridad de restringir que las personas que porten armas puedan llevarlas en público, y ahora la derogación de Roe vs. Wade sean estímulo suficiente para que su base se desborde hacia las urnas en noviembre y les devuelvan el control de ambas cámaras del Congreso. De ser así, un Congreso republicano bloquearía todavía más desde la mayoría la maltrecha agenda de Biden, estancada por la oposición republicana y por un puñado de demócratas moderados y conservadores que han tomado dicha agenda como rehén.
Si a eso le sumamos el descontento de la gente por la inflación en todos sus renglones, comida, gasolina, vivienda y transporte, entre otros, no es de extrañarse que un sector de electores opte por no votar, o emitir votos de castigo hacia los demócratas. En una democracia es prerrogativa del elector el votar o no hacerlo. En este momento en que nos encontramos, nuestras libertades individuales y la propia democracia a la que estamos acostumbrados corren peligro. Las elecciones tienen consecuencias directas e indirectas sobre nuestras vidas.
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