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KRAKATOA

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Primera de dos partes

    Muy temprano, el 10 de mayo de 1883, un temblor de tierra hizo tambalearse desde los cimientos el faro de First Point, en la entrada del estrecho desde Java, en lo que entonces se llamaba Las Indias Orientales Neerlandesas. Cinco días después hubo otro terremoto más intenso, que despertó a Willem Beyerinck, un funcionario colonial que vivía en la población de Ketimbang en Sumatra. Al poco tiempo, ya se sentían sin pausa violentos terremotos en la vertiente del estrecho más cercana a Sumatra. Por ese entonces la gran mayoría de europeos que vivían en esas regiones creían que el volcán de Krakatoa estaba extinto y se resistían a asociar los temblores con una erupción del volcán.

  Pero en la mañana del 20 de mayo, un día despejado y caluroso, se levantó una nube blanca “ascendiendo a toda velocidad” desde el Krakatoa. Una hora más tarde, la nube había alcanzado una altura de unos once mil metros, antes de “abrirse como un paraguas de modo que al poco rato sólo se veía una pequeña franja de cielo en el horizonte”. Empezaron a caer cenizas. Para los nativos de la zona, estaba claro lo que había pasado: En esa montaña moraba un dios con aliento de fuego, que debía de haber montado en cólera. Algunos al oír los truenos pensaban que era algún buque de guerra holandés haciendo prácticas en el estrecho; hasta que de repente la playa se abrió en dos, escupiendo al aire grandes chorros de cenizas negras y piedras al rojo vivo. Algunos pescadores le llevaron las noticias al funcionario Beyerinck, quien al oírlos, se subió a un barco junto con su jefe y se fueron a investigar. Los dos hombres tuvieron que abrirse camino a través de los gases asfixiantes y de las grandes olas que zarandeaban troncos de árboles derribados. Perboewatan, el más septentrional (al norte) de los tres conos volcánicos de la isla, había entrado en erupción, la playa estaba escupiendo humo y fuego, y los árboles ardían. 

 Para entonces, se oía el estruendo del Krakatoa a ochocientos kilómetros de distancia, y la ceniza ya había llegado hasta Timor, a más de dos mil kilómetros.

   Sin embargo, al cabo de una semana el volcán dio la impresión de que se había tranquilizado. Sesenta y ocho hombres se apiñaron entonces en el barquito Gouverneur-Generaal Loudon, que repartía el correo, para ir a echar un vistazo. Los ricos bosques tropicales de la isla habían desaparecido, dejando sólo algún tocón de árbol desnudo, y salía humo como de un horno. Unos cuantos se atrevieron incluso a subir hasta el cráter Perboewatan, del que aún emergía una columna de humo y cenizas, que continuó todavía activo durante unas cuantas semanas. El 11 de agosto, las autoridades neerlandesas enviaron a un capitán de la armada, a comprobar la situación. Para entonces, ya estaban en erupción los tres cráteres volcánicos, y había al menos catorce focos de humo. El capitán Ferzenaar pasó dos días en la isla; fue la última persona que la pisó como existía entonces.

  Durante las dos semanas siguientes, los barcos que pasaban por el estrecho siguieron informando sobre los alarmantes temblores de tierra, las fumatas y las nubes de ceniza que volvían el mar “lechoso”. En la tarde del domingo 26 de agosto (1883), las cenizas se hicieron tan densas que la localidad de Anjer, en Java, quedó a oscuras en pleno día. Del cielo cayó una lluvia de piedra volcánica que duró seis horas y los barcos se soltaron de sus amarras. El buque británico Medea informó de la existencia de una columna de humo que se elevaba hasta una altura de veintisiete kilómetros y, aunque estaban a una distancia de casi ciento treinta kilómetros, las explosiones sacudían el barco cada diez minutos.

  En Yakarta, más al este, las casas se movían y los cristales estallaban.  La ciudad estaba cubierta de un humo de olor asfixiante, y los pobladores empezaron  a huir.   En aquel domingo, hubo un momento en que un carguero británico, el Charles Bal, que se dirigía a Hong Kong, pasó a sólo dieciséis kilómetros de distancia del volcán. Los que iban a bordo debieron de ser las personas más cercanas a la explosión que sobrevivieron al Krakatoa.

   Su comandante contó que había oído algo similar a “una serie de recias descargas de artillería con uno o dos segundos de intervalo”. A las cinco de la tarde empezaron a volar piroclastos por los aires. Fue una noche “de terror con la cegadora lluvia de arena y ceniza, la densa oscuridad que nos rodeaba y nos cubría, rota sólo por los incesantes destellos de varios tipos de relámpagos diferentes, y los continuos rugidos explosivos del Krakatoa”. A las once de la noche, el volcán se iluminó en medio de la oscuridad, con “ráfagas de fuego que parecían subir y bajar entre el volcán y el cielo”. Al llegar la mañana el barco se hallaba ya a unos cincuenta kilómetros de distancia, pero seguían lloviéndole proyectiles, y a mediodía la oscuridad era tal que la tripulación tenía que andar a tientas por la cubierta. Doce horas después, a ciento veinte kilómetros de distancia del volcán, todavía lo oían rugir.

   Sin duda alguna que los que estaban en la costa estaban sufriendo una verdadera tragedia…. 

    Continuará la próxima semana. Los esperamos para saber el desenlace del Krakatoa.

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