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La balsa de los Caimanes

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Leyenda Purépecha

  Las flores hacían que el aire supiera a polen, podían verse las semillas de los árboles buscando afanosamente la tierra y el agua que las fecundara. Los animales se reproducían con enjundia y sin descanso. Ese año se registraron múltiples casos de jóvenes afanosos cuyos corazones latían a ritmo y sin cordura. Los casos de muchachas robadas de sus casas crecieron en la misma dramática proporción. Los viejos se preocuparon. Hubo quien pudo jurar que se trataba de un artilugio de la luna, diosa que semanas antes había tapado al sol. Hubo otros más sabios, que concluyeron se había desatado una epidemia de pánsperata (amor, en purépecha).

  Un caso célebre en la comarca fue el del príncipe Tacamba, joven y noble guerrero en quien sus coterráneos no escatimaban elogios y honores. Tacamba insensatamente perdió la calma, olvidó el futuro y desoyó los consejos de los viejos que bien sabían lo que un corazón poseído por el pánsperata puede hacerle al destino de un hombre. Dejando atrás sensatez y fortuna, Tacamba marchó de la comarca, llevándose a una plebeya de ojos almendrados, y sonoro nombre: Inchátiro.

  El desconcierto y la desazón hicieron su nido en el pecho del rey y los comarcanos. Viéndose sin príncipe heredero, los nobles de Tacámbaro se reunieron en concejo para decidir quién sucedería al rey. Hubo un viejo que conocía a fondo los males producidos por el pánsperata y que había escrito una pirecua (canción) por cada amor que sufrió, quien dio este consejo al rey entristecido:

  “Tienes una hija con cabellos de estrellas, cuya cara es más graciosa que las tallas del mejor artesano, cuya voz compite con las aves, que, sin embargo, no parece pisar el suelo de los demás; los colores que a otros asombran son para ella motivo de desdén. No pareciera desear mirar cosa distinta que su imagen en el lago, ni querer escuchar oración que no salga de su boca. Ella, mi rey, es la indicada para sucederte en el trono, pues es la única que no sucumbiría jamás a la oleada de pánsperata que ha descendido sobre tu pueblo”.

  No pasaron muchos años para que la fama de Ireri, la reina virgen, atrajera multitudes. Tocaron a la joven reina ya no los tiempos de paz en que las lanzas de cobre de los purépechas mantenían a raya a los aztecas por el oriente y a las tribus bárbaras del norte; tocaron a Ireri tiempos en que las naciones cambiaban de rostro y rumbo, agitadas por la llegada del hombre barbado. Tocó a Ireri recibir a Cristóbal de Oñate, quien al ser presentado a la reina se deslumbró de su belleza. Más inquieto se puso el español al saber que la reina era virgen y se obsesionó por tenerla. No pudiendo lograrla por las buenas, intentó por las malas. Así dio inicio la guerra de conquista.

   Del ataque europeo, salvó a Ireri un guerrero de nombre Pámpzeti y en él, la reina desdeñosa por fin conoció el amor. Según el viejo músico que compuso la canción que da origen a esta leyenda, cuando Ireri y Pámpzeti llegaron al mar, perseguidos por Oñate, encontraron una balsa en la playa, subieron en ella y sin comandar la navegación llegaron a salvo a una isla. Al desembarcar se dieron cuenta que iban sobre una balsa de caimanes. Cualquier viejo músico sabía que los caimanes se calman con música, y que el amor canta la más hermosa de las melodías.

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