Guillermo estaba solo en su estudio que olía a puro óleo. Era una noche tibia, típica de verano. Nada había pasado que justificara un brusco cambio de temperatura que lo inquietó. Revisó que las ventanas estuvieran bien cerradas. ¿Por qué se había enfriado la casa?
Había cuadros en el piso, en las paredes, en los muebles. Eran muchos cuadros sin que en uno faltara la misma figura protagónica. Guillermo era un pintor obsesionado con un tema: una niña que reía.
La vio una tarde que le corría el ansia por llegar al campo de futbol. Se había puesto los pantalones sin abrocharse debidamente la bragueta. La abuela, que lo despidió en la puerta, le advirtió del olvido.
–Súbete la bragueta, no se te vayan a hacer burla.
Guillermo, con ocho años, ni siquiera escuchó. Él pensaba en meter goles. Tenía que llegar lo más pronto posible o se perdería el inicio del juego. Esperar a entrar de cambio era lo que menos le gustaba en este mundo. Salió corriendo de casa.
Para ahorrar camino tomó un atajo por un terreno baldío. Se topó con una niña de unos nueve años que traía un vestido negro con holanes blancos en el pecho. Tenía el pelo recogido debajo de un gorro blanco que le tapaba las orejas. La boca un poco retorcida acompañaba a los ojos en una mirada burlona.
–¿Quién eres tú? –preguntó Guillermo.
Ella no respondió. Con una mano en la boca trató de callar una carcajada que nació silente para llegar a ser estruendosa. Era una risa que a Guillermo pudo haberle contagiado, de no ser porque la muchacha señalaba su bragueta abierta.
La vergüenza le puso a Guillermo la piel color tomate. No es que traer abajo la bragueta fuera la peor de las faltas en el mundo, había algo en la burla de ella que lo provocaba un hueco en el pecho, un malestar insondable. Guillermo corrió apenado. Dejó de escuchar la risa al alejarse.
Le tomó algunas semanas olvidar por completo el malestar, para entonces el recuerdo de la muchacha comenzaba a volverse búsqueda. ¿Quién era ella? ¿Dónde podía volver a verla?
Tres palabras respecto a la niña bastaron a la abuela para saber que era la Burlona, ella misma la había visto años atrás. Él no quería creer que ella fuera un fantasma, dio crédito sólo cuando la abuela describió el vestido oscuro, el gorro y los encajes blancos.
Mucha gente sabía de la Burlona, Guillermo lo supo a lo largo de los años. Cada relato que escuchó fue pretexto para un nuevo cuadro. Se aparecía a los glotones cuando les dolía la panza, a los infieles cuando la mentira les causaba soledad, a los ladrones cuando gastaban el dinero mal habido.
Reía de los conflictos morales y de los vicios de los demás. Reía de las flaquezas de espíritu. Reía también de los defectos físicos. En su risa había inocencia antes que malicia. Quien la escuchaba sentía un remordimiento bárbaro.
Reía en cada cuadro de Guillermo, que la buscaba desde los ocho años.
La noche fría que la Burlona se apareció por segunda vez a Guillermo, él ya la esperaba, había ansiado tanto verla que al hacerlo no pudo aguantar la risa.
Siempre te pinté más bella de lo que eres –dijo él, dándole una sopa de su propio chocolate.
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