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La Chismosa

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Érase que se era, existía  un matrimonio. Pero la esposa, tenía el defecto de ser muy chismosa,  y todo el pueblo se enteraba por ella de lo que su marido le contaba y de lo que en casa sucedía, y no satisfecha con esto, exageraba todo de tal modo, que contaba cosas que nunca ocurrieron. De vez en cuando, el marido la reprendía  severamente por no saber sujetar su lengua. 

Un día, el hombre fue al bosque por leña. Apenas había penetrado en él, notó que se le hundía un pie en la tierra, y pensó:

– ¿Qué será esto? Se puso a remover la tierra y al poco rato descubrió una vasija llena de oro.

– ¡Qué suerte! ¿Pero qué haré con esto? No puedo decírselo a mi mujer, pues todo el mundo se enterará, y yo habré de arrepentirme hasta de haberlo visto.

Después de largas reflexiones llegó a una determinación. Volvió a enterrar el tesoro. Enseguida fue al mercado y compró una liebre y un pescado bagre vivo, volvió al bosque y colgó el pescado en lo más alto de un árbol y metió la liebre en una red que dejó en un lugar poco profundo del río.

Hecho esto se dirigió a su cabaña.

– ¡Mujer, mujer -gritó,- acabo de tener una suerte loca!

— ¿Qué te ha pasado, hombre? ¿Por qué no me lo cuentas?

– ¿Qué te he de contar, si enseguida contarías el secreto?

— Palabra de honor que no diré nada a nadie. 

– ¡Bueno, bueno; escucha! -consintió el hombre. Y acercando los labios al oído de su mujer le susurró: – He hallado en el bosque una caldera llena de oro y plata.

— ¿Por qué no la has traído aquí?

– Porque será mejor que vayamos los dos juntos a buscarla.

Entonces, fueron los dos juntos al bosque. Por el camino el hombre dijo a su mujer:

– Por lo que he oído, y según me contaron el otro día, parece que ahora no es raro que los árboles den peces ni que los animales del bosque vivan en el agua.

— ¿Pero, qué estás diciendo, mentecato? La gente de hoy día no hace más que mentir.

– ¿Y a eso llamas tú mentir? Pues mira y te convencerás por ti misma.

Y señaló al árbol de donde colgaba el pescado.

— ¡Es maravilloso! -exclamó la mujer.- ¿Cómo ha podido subir ahí ese pez? ¿Será verdad lo que dice la gente?

— ¿Qué haces ahí parado? -dijo la mujer.- Sube al árbol y coge el pez. Nos lo comeremos para cenar.

El labrador cogió el pescado bagre y siguieron andando. Al llegar al río, el hombre detuvo el caballo. Pero la mujer empezó a chillarle, diciendo:

— ¿Qué estás mirando? Démonos prisa.

– No sé qué decirte, pero mira. Veo que algo se mueve dentro de mi red. Voy a ver qué pez ha caído.

Al acercarse a la orilla, miró dentro de la red y llamó a su mujer:

– ¡Ven y mira qué hay aquí, mujer! ¿Pues no ha caído una liebre en la red?

— ¡Cielos! Después de todo, no te dijeron más que la verdad. Sácala para cocinarla el domingo.

El marido tomó la liebre y luego condujo a su mujer al lugar del tesoro.

Levantó las ramas, removió la tierra, sacó la olla y se la llevaron a casa.

El matrimonio fue rico desde aquel día y vivió alegremente, pero la mujer no se enmendó; cada día invitaba gente y les daba tremendos banquetes. 

El hombre trató de corregirla, pero fue en vano.

– ¿Pero en qué piensas? -le decía.- ¿No quieres hacerme caso?

— No recibo órdenes ni de ti ni de nadie -replicó ella.- Yo también encontré el tesoro y tengo tanto derecho como tú a divertirme.

 Ante tal situación la mujer acudió ante un juez y presentó una querella contra él.

– Vengo a presentar una demanda contra el inútil de mi marido. Desde que encontró el tesoro no es posible vivir con él. No quiere trabajar y pasa el tiempo bebiendo. ¡El oro que así pervierte a una persona es cosa vil!

El magistrado se apiadó de la mujer y envió a su escribano más antiguo para que fuese juez entre el marido y su esposa. El escribano reunió a todos los ancianos del pueblo y cuando se presentó el campesino le dijo:

– El magistrado me ha mandado venir y ordena que me entregues todo tu tesoro.

El campesino se encogió de hombros y preguntó:

– ¿Qué tesoro? No sé nada de tesoro.

– ¿Que no sabes nada? Pues tu mujer acaba de ir a quejarse al magistrado, y yo te digo, amigo, que si no entregas todo tu tesoro al magistrado, habrás de responder por tu osadía.

Tal vez mi mujer haya visto ese tesoro en sueños, os habrá dicho un cúmulo de insensateces y le habéis hecho caso.

— No se trata de insensateces -le gritó la mujer,- sino de una caldera llena de oro.

– Tú has perdido el juicio, querida. Perdonad, honorables señores.

Haced el favor de interrogarla minuciosamente sobre el asunto, y si puede probar lo que dice contra mí, estoy dispuesto a responder con todos mis bienes.

— Le diré cómo sucedió todo, señor escribano. Lo recuerdo perfectamente sin olvidar detalle. Fuimos al bosque y en un árbol vimos un pescado bagre.

– ¿Pretendes burlarte de mí? -interrumpió el juez.

— No, señor, no quiero burlarme de nadie, sino decir la verdad.

– Pero, señores -advirtió el marido,- ¿cómo podéis darle crédito si dice tales desatinos?

— ¡No digo desatinos, cabeza de alcornoque! Digo la verdad. ¿O ya no recuerdas que luego encontramos una liebre en la red del río?

Todos los asistentes se retorcían de risa.

– ¿No os habéis convencido ya de que no se le puede creer?

El mismo escribano comprendió que se le presentaba un asunto insoluble y levantó la sesión.

Y todo el pueblo se reía tanto de la mujer, que ésta optó por morderse la lengua y hacer caso de su marido. Por su parte, el hombre compró mercancías con su tesoro, se enriqueció más y a pesar de la esposa que tenía, fue feliz el resto de su vida.

Y colorín colorado, este cuento se ha terminado! 

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