Aunque conejita era tan blanca como las demás, había algo en ella que la caracterizaba: sus orejas. Llegó a creer que eran las más hermosas y grandes de toda la región.
– ¡Ah, qué bien me siento con estas hermosísimas orejas! -exclamó, un día, a la puerta de su madriguera-. ¡Son tan enormes y llamativas!
Las demás conejas y los correspondientes varones admitían que eran unas orejas dignas de verse, pero nada más.
— La vida no depende de nuestras orejas, conejita, sino de nuestras patas. Cuanto más ágiles y robustas sean éstas, mucho mejor para nosotras -le decían sus compañeras.
Nada de esto convencía a conejita que, cada vez más presumida, se pasaba el día ensayando nuevos peinados que fuesen acordes con sus espléndidas orejas. No vivía para otra cosa.
Un buen día, sin embargo, la naturaleza puso las cosas en su sitio. El señor lobo encontró su despensa vacía y, como tenía hambre, decidió salir a ver qué encontraba. Tan pronto vieron los conejos de la comarca cómo se aproximaba el amenazador lobo, pusieron los pies en marcha, pero ¡ahí tienen a conejita, ignorante, ensayando peinado tras peinado!
Por fortuna, a tiempo se percató, de la presencia del señor lobo y huyó a toda velocidad hacia las aguas del río más cercano. Desesperada, se arrojó a ellas; sus grandes y anchas orejas le sirvieron perfectamente para mantenerse a flote y con ellas remó, hasta ponerse a salvo.
Pero ¡buen susto que se llevó la pobre conejita! Bueno, ella ha recapacitado y ha prometido que, de hoy en adelante pondrá más atención a lo que pasa a su alrededor, que a sus orejas.
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