Había una vez, en la sala de una casa, un aparador con la madera ennegrecida por el paso de los años. Este tenía rosas y tulipanes tallados y en el centro, la figura de un hombre de expresión burlona y larga barba y los niños de la casa lo habían apodado: “General-Mandamás-en-Vanguardia-y Retaguardia”.
Era un nombre algo difícil de pronunciar, y no son muchos los que alcanzan un grado tan alto en el ejército. Tenía que haber sido un personaje muy importante, pues si no ¿quién se hubiera tomado tanto trabajo en tallarlo? En fin, de todos modos, allí estaba; con la mirada fijada a una linda pastorcita de porcelana que se encontraba sobre una mesa de espejo.
La pastorcita llevaba zapatos dorados, el vestido delicadamente sujeto con una rosa roja y un sombrero de oro: era sencillamente encantadora. Muy cerca de ella estaba colocado un pequeño deshollinador de chimeneas, negro como el carbón, aunque también estaba hecho de porcelana. Este sostenía una escalera de una forma muy graciosa y sus mejillas eran muy rosadas.
Lo habían ubicado muy cerca de la pastora y, como era de esperarse, se enamoró de ella perdidamente. Sin duda que estaban hechos el uno para el otro, pues ambos venían de la misma porcelana y eran igualmente jóvenes y frágiles.
Cerca de ellos, casi tres veces más grande, había otra figura: un chino viejo, también de porcelana que podía menear la cabeza. Este afirmaba, aunque no podía probarlo, que era el abuelo de la pastorcita. Fuese o no verdad, pasaba por guardián suyo, así que cuando el General-Mandamás-en-Vanguardia-y-Retaguardia pidió la mano de ella, el chino viejo se la concedió con un movimiento de la cabeza.
—Ese es el esposo que te conviene —le dijo—; Apostaría a que está hecho de caoba. Serás la esposa de tan distinguido personaje. Su aparador está lleno de plata, y otras cosas valiosas.
—Me niego a entrar en ese oscuro aparador —respondió la pastorcita—. Me han dicho que ya tiene encerradas dentro a once esposas de porcelana.
—Entonces tú completarás la docena —dijo el chino—. Esta noche, tan pronto el viejo aparador empiece a crujir, te casarás con él.
La pastorcita estaba deshecha y mirando a su idolatrado enamorado, le dijo:
—Por favor, fuguémonos de aquí, no podemos quedarnos.
—Haré lo que tú quieras —respondió el deshollinador de chimeneas—. ¡Vámonos ahora mismo!
Ambos descendieron de la mesa con mucho cuidado; de pronto escucharon gritar: —¡Mira que se escapan! ¡Se escapan!
Era El General-Mandamás-en-Vanguardia-y-Retaguardia-Guillermitopatasdechivo.
—¡Ahí viene el chino viejo! —gritó la pastorcita, asustada.
—Se me ocurre una idea —dijo el deshollinador—. Metámonos en la chimenea. Allí encontraremos la salida de este lugar.
Y se arrastraron y treparon; la subida era horrible, siempre arriba y más arriba. Por fin, alcanzaron el remate mismo de la chimenea y se sentaron en el borde
—¡Eso es demasiado! —dijo la pastorcita—. No puedo soportarlo; el mundo es demasiado grande para nosotros, no sobreviviremos. ¡Quién pudiera estar otra vez en aquella mesita bajo el espejo! No volveré a ser feliz hasta que no regrese.
El deshollinador trató de convencerla con todos los razonamientos imaginables. Le recordó al chino viejo y al General-Mandamás-en-Vanguardia-y-Retaguardia pero ella lloraba tan amargamente que éste terminó cediendo.
Con grandes dificultades se arrastraron por la chimenea cuesta abajo y cuando llegaron al fondo… ¡Santo cielo! ¡Allí, en medio del piso, yacía deshecho el chino viejo! Al tratar de perseguirlos, se había caído de la mesa, y allí estaba roto en tres pedazos, y la cabeza había rodado a un rincón.
—¡Qué horror! —Exclamó la pastorcita—. El abuelo está roto y todo por culpa nuestra. No me lo perdonaré nunca.
—Todavía hay tiempo de repararlo —dijo el deshollinador—. Puede quedar muy bien.
—¿De veras que lo crees así? —dijo ella.
Días después…
…¡Vaya si lo repararon bien! La familia le puso en el cuello un bonito remache. Estaba como nuevo; sólo que no podía mover la cabeza.
¿Vas a entregarme a la Pastorcita o no? – preguntó el General-Mandamás-en-Vanguardia-y-Retaguardia
Pero le era imposible mover la cabeza. Así que ya no se separó nunca de la Pastorcita y el Deshollinador de Chimeneas quienes continuaron amándose hasta que, por fin, también ellos se rompieron un día.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!
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