El presbítero inglés Robert Strand, para ejemplificar el amor de una madre y el comportamiento de algunos hijos, narra la siguiente historia sucedida en la vida real.
El pastor Strand dice que en Glasgow, Escocia, una joven, como muchos de los adolescentes de hoy, se cansó de su hogar y de las restricciones que le imponían sus padres. Asimismo, rechazaba el estilo de vida moral y religiosa de su familia, por lo que un día dijo: “No me interesa su Dios. Renuncio. ¡Me marcho!”.
Dejó su hogar, decidida a convertirse en la mujer que conquistaría el mundo. Poco después, sin embargo, estaba en la miseria y no conseguía un empleo. Se dedicó entonces a recorrer las calles para vender su cuerpo como prostituta. Transcurrieron los años, su padre murió, su madre envejeció y ella se aferraba cada vez más a su modo de vivir la vida.
No hubo ningún contacto entre madre e hija durante aquellos años. La madre, al enterarse de dónde vivía su hija, se dirigió a aquella sección abandonada de la ciudad en busca de ella. Se detenía en cada una de las misiones de socorro con una sencilla petición: “¿Me permite fijar esta fotografía en la cartelera?” Era una fotografía de la madre, sonriendo y con los cabellos grises, con un mensaje escrito a mano en la parte inferior: “No he dejado de amarte… ¡regresa a casa!”
Transcurrieron algunos meses y no sucedió nada. Un día, la hija entró en una de las misiones de rescate para recibir una comida que necesitaba con urgencia. Se sentó distraídamente a escuchar el oficio religioso, mientras dejaba que su mirada vagara por la cartelera de anuncios. Allí vio aquella fotografía que, sin saber por qué, le llamó la atención y pensó: “Podría ser mi madre”
Sin poderse contener hasta que terminara el sermón, se puso de pie y fue a mirar de cerca el anuncio. Era de su madre y contenía aquellas palabras: “No he dejado de amarte… ¡regresa a casa!” De pie, frente al retrato, lloró de emoción, pues no podía creer que algo tan maravilloso le pudiera suceder a ella.
Ya era de noche, pero se sintió tan conmovida por el mensaje que comenzó a caminar hacia su hogar. Llegó en la madrugada. Sentía temor y avanzaba tímidamente, sin saber realmente qué hacer. Cuando llamó a la puerta, esta se abrió de par en par. Pensó que algún ladrón había entrado antes. Preocupada por la seguridad de su madre, corrió hacia la habitación encontró a su madre dormida. La sacudió para despertarla y le dijo: “¡Soy yo, soy yo, estoy en casa!”
La madre no podía creer lo que veía. Se secó las lágrimas y se estrecharon en un fuerte abrazo. La hija le dijo: “¡Estaba tan preocupada! La puerta estaba abierta y pensé que había entrado un ladrón o algún malviviente y que te pudieran haber hecho daño”.
La madre le respondió dulcemente: “No cariño. Desde el día que te marchaste, la puerta nunca ha tenido cerrojo”.
— Robert Strand
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