Había una vez una rana muy ambiciosa, tonta y engreída que no consentía escuchar a los demás y mucho menos, oír frases como esta: “A que no se imaginan… ¡He visto el buey más grande, hermoso y fuerte de toda la Tierra. Un auténtico coloso!!.
-¡Bah!- decía la envidiosa rana, -no hace más que exagerar, mosquito inútil. Nadie puede ser tan grande, bello y fuerte como yo. ¡Nadie!
Naturalmente, todos la tenían por una rana mentecata e ilusa, pero ella no daba su anca a torcer. Creía cada vez más firmemente que ella era un prodigio irrepetible en toda la creación.
Estando un día a la orilla de un charco, secándose al sol, vio pasar un buey lustroso y magnífico. Alzaba más de cinco palmos del suelo y una poderosa energía parecía desprenderse de su figura. La rana, irritada al verle, comenzó a respirar profundamente, tratando de aumentar de tamaño. Se fue hinchando más y más, hasta que los dibujos de su piel quedaron bien marcados.
Pese a sus esfuerzos, no podía hacerse tan grande como el buey. Entre jadeo y jadeo, soltaba palabras malsonantes y llenas de frustración. Resuelta a jugarse el todo por el todo, tomó aire de nuevo y… ¡pum!, la rana estalló como una pompa de jabón.
Y así acabó esta rana presuntuosa, por negarse a aceptarse a sí misma tal y como era.
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