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La Sirena de Campeche

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 A las afueras del fuerte de San Fernando, en Campeche, Yucatán, había un villorrio dedicado a San Román donde los vecinos compartían sus quehaceres entre los oficios de la tierra y el mar, la iglesia y el cielo. 

 Era la tranquilidad sazón del día hasta que se apersonaba una vieja encorvada, que carecía de cabellos y pestañas. En las arrugas de sus ojos se había tatuado un odio intenso. La vieja imponía respeto por la edad y lejanía por la actitud. Nadie se metía con ella, los vecinos decían que ni la inquisición se había atrevido. 

  Su edad era parte de su leyenda. Las abuelas la recordaban ya vieja cuando ellas eran niñas. La gente le decía la sirena de Campeche.

  En tiempos de Carlos Tercero la sirena vivía todavía en el mar y tenía relaciones bastante tensas con el padre.

  Huyendo, disgustada precisamente con Neptuno, la sirena había dejado el fondo del océano en busca de un rinconcito de mar. Bajo la luna, cantó nostalgia y melancolía. 

  La gente de Campeche escuchó a lo lejos la voz cristalina de la sirena. Más cerca, durmiendo en uno de los barcos estacionados en la bahía, bajo el fuerte de Campeche, un alférez despertó del sueño creyendo que aun soñaba.

  Siguiendo la voz, el alférez halló a la sirena en las rocas de una cueva y fue tal su asombro que se fue de bruces al agua. La sirena no pudo salvo reírse de la torpeza del alférez. Luego se rieron ambos.

  Algunos días pasearon juntos por los parques de Campeche. Ella convertida en humana, deslumbraban sus ojos de mar y la espuma de su cabello oscuro. Otros días, él protegido por el aliento de ella, pasearon entre arrecifes y cardúmenes multicolores.

  Sabedores ambos que era imposible amarse por ser de mundos distintos, por lo mismo, más se amaban. La solución era que él fuera convertido en inmortal. Y el único que podía hacer eso era Neptuno.

   El rey de los océanos se negó a casar a su hija con el alférez, en vez de eso, aprovechando que los barcos tutelados por el fuerte estaban juntos, formó una pequeña marea que aventó los maderos a los arrecifes, astillando cuando objeto o alma había arriba.

  Se dice que la sirena tuvo la osadía de atacar a su padre, ciega por la pérdida del alférez. El padre la condenó a vivir como humana, fuera del mar, hasta que aprendiera a amar su condición de sirena, hasta que estuviera dispuesta a enamorarse de un dios del mar, que engendrara a su vez una criatura divina.

   Lo que no supo el padre fue que el corazón al amar es como la madera cuando hace fuego. Roto el corazón por la muerte del amado, la sirena podía pasar una eternidad sin volver a poner los ojos en hombre alguno. Aquello pasó en 1776, en pleno siglo 21 ahí sigue paseando por San Román, las abuelas dicen que ya estaba vieja cuando ellas eran niñas. Va al mar y se asoma. Siempre espera la llegada de los barcos.

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