Jesús del Toro
Estudiar y graduarse en una universidad en Estados Unidos es, simplemente, muy costoso. De acuerdo a The College Board, una universidad pública cobra en promedio 32,700 dólares al año por matrícula y alojamiento a alumnos residentes de un estado diferente a donde ésta se ubica (lo que es muy común), monto que en una institución privada alcanza en promedio los 42,400 dólares. Y desde luego hay escuelas mucho más caras y opciones de menor precio, sobre todo en entidades públicas, de acuerdo a The College Board.
En todo caso, una carrera de cuatro años puede costarle fácilmente a un estudiante más de 120,000 dólares y para la gran mayoría de ellos la única opción para poder pagar esos montos y beneficiarse de las amplias oportunidades de futuro que brinda tener una educación superior son los préstamos estudiantiles, una herramienta financiera que por décadas ha permitido a millones de estadounidenses estudiar y graduarse de la universidad.
El problema es que, una vez graduado y lleno de deudas, muchos estudiantes no obtienen los empleos bien remunerados que les permitan pagarlas. Y en casos extremos como el de los colegios universitarios Corinthian –señalados por lucrar inmoralmente con los estudiantes al ofrecerles estudios que al final no tenían el nivel ni permitían lograr los empleos que afirmaban, de acuerdo al New York Times, miles de estudiantes se topan con que deben hasta la camisa pero su titulo es en realidad papel mojado. En ese caso, el gobierno federal decidió actuar y condonar la deuda a las estudiantes de Corinthian. Pero muchos otros graduados sufren cada día para poder pagar sus créditos, y eso sucede aunque se hayan graduado de universidades serias y prestigiadas…
De acuerdo al portal Maket Watch, el total de la deuda estudiantil estadounidense asciende a 1.27 billones de dólares y sigue subiendo a un ritmo de 3,000 dólares por segundo.
Así las cosas, en un escenario de empleos escasos y mal pagados, altos costos de la vida y deudas pesadas ha surgido una pregunta: ¿cuál es el verdadero beneficio de seguir pagando esos créditos? Y, planteado de otra forma, ¿no será mejor simplemente dejar de pagar y liberarse de esa carga?
Esa provocadora pregunta la respondió Lee Siegal en un artículo en el New York Times cuando dijo que ante la imposibilidad de pagar sus deudas sin aceptar un trabajo ajeno a sus intereses vitales, simplemente prefirió dejar de pagar y dedicarse a lo que realmente quería. Optó por vivir y no por pagar, aunque eso le arruinó su historial y su puntaje de crédito y con ello limitó sus posibilidades de obtener nuevos créditos. En el fondo, para él esa circunstancia era más tolerable que la de tener que trabajar día tras día en una labor indeseada y frustrar su verdadera vocación solo para canalizar una gran parte de su quincena a pagar sus deudas estudiantiles.
En una entrevista del portal Vice con una experta Heather Jarvis se continúa con el tema, aunque se advierte que dejar de pagar no es tan sencillo, pues el gobierno puede requisar hasta el 15% de los ingresos de los deudores que no cubren sus compromisos.
En paralelo, se destaca que desde el 2009 el gobierno cambió los esquemas para moderar los desembolsos para pago de estos préstamos en función de los ingresos reales del deudor y no como antes (en los tiempos de Siegel, quizá) cuando no había más remedio que pagar los intereses crecientes que se acumulaban y acumulaban. Incluso, si una persona hace pagos basados en su ingreso durante 25 años, el remanente de su deuda, de existir, le será cancelado.
Lo cierto es que si miles y miles de personas simplemente decidieran seguir los pasos de Siegel, el sistema se colapsaría. Pero esa circunstancia no es muy probable. Y, al final, si bien es cierto que adquirir una deuda para pagar el alto costo de la universidad tiene riesgos y puede convertirse en un dolor de cabeza, al final el beneficio mayor de tener una educación universitaria excede por lo general las otras consideraciones.
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