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Las abejas y la boda interrumpida

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(Una leyenda de la Inglaterra victoriana)

  Intenso, como las grandes hogueras, el suyo fue un amor prohibido. Fue también breve, pues duró apenas una noche de pasión, llena de respiraciones entrecortadas y sudor en las sábanas. Luego el cielo amaneció, rubio como ella, y con la luz se rompió la complicidad. 

  Él salió dejándola dormida. Dejó una servilleta a modo de reproche y despedida: “Son nuestros besos, principio y fin, éxtasis, íntima despedida”.

  Se juraron que eso sería. Un desliz, un traspié, simple y humano error en la historia de sus vidas. Tres meses después ella iría de blanco al altar a desposar a otro hombre, y tal vez sin poder concentrarse en sus deberes como futura esposa, sin poder olvidar el trozo de alma que se incrustó en su piel aquella noche.

 El día de la boda fue esplendoroso, un día típico de primavera y que se sentía igual que los frescos vestidos largos de las elegantes mujeres. Una ligera brisa hacía volar los sombreros de flores y las cabelleras largas. Fue el padre quien entregó a la novia frente al altar de piedra húmeda de la vieja capilla. El novio luchaba por ocultar su temblor de nervios y emoción. Ella tenía la nariz roja y escurridiza, los pómulos resaltados. De pronto hasta tosía… 

  Aquella mañana, el amante furtivo se enteró de  última hora sobre el casorio de la mujer que amó una noche de invierno. Lo que antes veía con duda de pronto se hizo agua cristalina. Acelerado, como el ritmo de su corazón, así fueron sus pasos que lo llevarían a la capilla donde no era bien recibido. Tenía que llegar a tiempo, él conocía un motivo por el cual ella no podía casarse. Era válido impedir una unión en la que no comulgaban los espíritus.

  Fustigó el amante a su caballo. Hubiera deseado tener espuelas. Iba tan atolondrado que chocó justamente con la calandria de los novios. A causa del impacto, su cuerpo salió disparado y con la bota pegó a un panal de abejas que colgaba de un árbol. Dirigió el enjambre su furia contra el hombre que las había atacado y que sin saberlo huyó directo a la meta que su corazón ansiaba.

  El cura que oficiaba la misa preguntaba en ese instante si alguien conocía algún impedimento para que la boda no se realizara. Justo ahí el amante gritó que él sabía algo. Pero poco tiempo tuvieron los presentes para el estupor, ya que entraron las abejas al templo, persiguiendo al amante, como la peste a las cosechas. No hubo quien pudiera defenderse ante el colérico ataque del enjambre. A la novia le tocó un sólo piquete. Pero fue precisamente en la nariz y dio al traste con la afección. Lo que era malestar se volvió crisis.

   Aquella tarde, ella estaba más para ser atendida por un médico que para unir sus votos matrimoniales. Y no hubo médico que pudiera atinar el remedio que curara su afección.

 

   Fue quizá una semana de reposo o quizá horas, pero fue lo suficiente para que la boda se cancelara. A lo mejor el novio no la quiso cuando la vio enferma. A lo mejor ella se sinceró e hizo del amante su verdadero esposo. El fin de la historia es más bien confuso. Lo que se hizo leyenda fue el síntoma de la rinitis primaveral que se presenta en las mujeres antes de casarse. Desde entonces, cuando la futura esposa comienza a estornude y estornude camino al altar, se dice que las abejas llegarán a interrumpir la boda… y sí ha sucedido!

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