Cerca del Polo Norte vivían dos pingüinos que, sin haberse tratado nunca, se consideraban enemigos. Cada vez que pasaban uno al lado del otro intercambiaban miradas de odio capaces de derretir todo el hielo cercano.
Naturalmente, todo lo interpretaban mal y, cuando uno andaba erguido y con la tripa fuera, el otro pensaba que era un creído sin remedio y así sucesivamente.
Un día concurrieron ambos a un baile de disfraces que se daba en la colonia donde ellos vivían. Como llevaban puestas sendas máscaras, no se reconocieron el uno al otro y entablaron una animada conversación:
– Hay un gran ambiente aquí. Se ve que el baile de disfraces gusta a la gente -comentó uno de ellos.
– Sí, la verdad es que nos vendrían bien unos cuantos bailes de estos al año – aseguró el otro.
Al cabo de un rato ya eran buenos camaradas y hasta se pudiera decir amigos. Cuando, terminó el baile, se quitaron sus respectivas máscaras y descubrieron asombrados, sus mutuas identidades.
Tras un momento de vacilación, se soltaron a carcajadas. Les hacía mucha gracia el recuerdo de su pasada enemistad. En especial, al evocar aquellas furiosas miradas, ahora se morían de risa, de tal tontería.
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