Tener prejuicios racistas significa, tener una actitud desfavorable o discriminatoria en contra de alguien o de otro grupo de personas, principalmente debido al color de su piel o etnia. En las escuelas, los trabajos, la calle, en la vida diaria y en nuestros hogares existen dos palabras “discriminación y racismo”, que por ser tan comunes, ya ni les hacemos caso y lo peor es que muchas veces nosotros mismo las propiciamos al practicarlo en contra de otras personas. Pero peor cosa es, que aun sin darnos cuenta a veces, como padres transmitimos ese racismo a nuestros hijos.
A continuación les contaremos una historia verídica, y como esa existen muchas más.
Lidia estaba en sexto grado, era una niña bonita, pero cuya piel era bastante oscura, como muchas niñas latinas. Hasta ese momento sus compañeros la conocían como “la prieta”. Pero su cuerpo cambiaba por mandato hormonal: ahora tenía vellos en la cara, acné y mucho cabello.
Unos compañeros de escuela no pensaban lo mismo y comenzaron a ponerle otros sobrenombres pero mucho más ofensivos hasta que, poco a poco, se elevaron a ofensas, insultos y múltiples humillaciones. Temerosa de que su padre reaccionara agresivamente, la niña ocultó los incidentes hasta que un día decidió revelarle a sus padres lo que ocurría.
Sorprendentemente, su papá no reaccionó como ella pensaba, sino que tomó las riendas del asunto y reclamó en la escuela. Su participación activa provocó sermones y penitencias a los alumnos irrespetuosos, quienes evidentemente venían de hogares donde los prejuicios racistas eran el pan de cada día.
En consecuencia, dichos estudiantes se vengaron y, a pesar de la seguridad dada por los guardias escolares, azotaron cobardemente contra el cemento a la niña cuando ésta estaba sola, lastimándola.
La niña calló esta vez, no habló porque temía que las consecuencias llegaran a ser peores. Sin embargo, ella se sentía fácilmente intimidada por su papá porque veía sus modales en el hogar: malhumorado sin causa que lo justificara. Pensó en confiar en su mamá, pero la veía tan emocionalmente dependiente de su papá que asumió que revelaría todo cuanto ella le confiara.
Así pasaron los años, mientras guardaba un secreto que afectó su autoestima, haciéndola sentir sin valor ni protección, temerosa y vulnerable. También su rendimiento escolar sufrió un desequilibrio y la confianza en su capacidad intelectual se desbarató.
Este es solo un ejemplo de cómo los prejuicios se encuentran arraigados en muchos hogares, hasta en los propios. Es más, son muchos los que dicen no ser racistas, mientras que actúan de esa manera, a veces sin percibirlo. El problema radica en que los prejuicios se adquieren a temprana edad, se aprenden de los padres y quedan impregnados en nuestra forma de ser y pensar. Cuando hemos aprendido acerca de que cierta gente de color, raza, religión o convicción es “indeseable”, nos es difícil cambiar ese pensamiento aunque reconozcamos que está basado en la ignorancia. Esto ocurre porque las emociones que acompañan a los prejuicios adquiridos en la niñez son más determinantes que el razonamiento aprendido como adultos.
Resulta más fácil cambiar lo que creemos que lo que sentimos y, por lo tanto, los prejuicios se incorporan con un cierto sentimiento que queda definido en nuestro inconsciente. Por ello, aunque muchas familias dicen no ser racistas, cuando llega el momento en que sus hijos traen al hogar un nuevo amigo o un novio/a de otro color, de otra religión, de otro estrato social, cunden los comentarios de este tipo.
Nuestra participación activa en cuestiones de racismo, especialmente cuando vemos esta actitud en los jóvenes, nos compromete para esforzarnos en erradicarlo. Es claro que debemos actuar cuando nos enteramos de que existen cuestiones de esta naturaleza en la escuela y hacer efectivo el compromiso de las autoridades escolares, pero por sobre todo, debemos recordar que no sólo hay que enseñar tolerancia sino también brindar a los hijos la oportunidad de que confíen en sus padres, cosa que parece imposible cuando la autoridad paterna se percibe como intimidación.
Burlarse del color, la estatura, las convicciones o la raza de otras personas es una forma de racismo, así que amigo padre de familia, lo conminamos a que no lo haga…. y menos delante de sus hijos!!!
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