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Regreso al hogar

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Las jornadas de trabajo eran muy agotadoras y, cuando Turoncete llegaba a su casa, lo único que deseaba era encontrar allí un poco de paz y de cariño. Sin embargo era todo lo contrario pues ahí le aguardaba su hermana agria y enojona, y no cesaba de echar en cara a Turoncete las cosas más insignificantes.
— ¡Oooh, es el colmo!… ¿Es que ni siquiera sirves para fregar tu plato?… ¡Mira cómo has puesto el suelo de migas de pan!… -gritaba ella un día sí y el otro también.
 En casa de Turoncete era desesperante vivir. Y por esto mismo él prefería dormir en otro sitio que no fuera su casa. ¿Dónde? No lo sabía; tendría que ir buscando por ahí algún cobijo.
  Turoncete, que era tan amante del dulce hogar, se veía obligado a vagar, por los lugares más inhóspitos. Grande era su pesar y su frío. De repente se topó con un pequeño ratón que, sin duda, se había extraviado. El pobre tiritaba de frío y parecía a punto de morir. Sin dudarlo un momento, Turoncete se lo llevó a su casa.
   ¡Si hubieras visto qué bien se portó la hermana de Turoncete en los siguientes días! Con Ratoncín, que así se llamaba el pequeño, se puso a reír y a comportarse con bondad y dulzura.
  Desde ese instante, todo cambió en el hogar, y Turoncete, tras mucho pensar, comprendió que él y su hermana necesitaban un pequeñín que les alegrase la vida. Naturalmente, ambos decidieron adoptar a Ratoncín como a un hermano más, y los tres fueron muy felices.

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