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(Una Leyenda Urbana regiomontana)

   Vecinas desde pequeñas, afines en la curiosidad infinita que las hacía investigadoras, Raquel y Mariana eran como dos gotas de agua. Habiendo crecido juntas, no había miga que no hubieran compartido desde que dejaron los pañales hasta que se presentaron en el altar con un mes de diferencia.

  Ya de adultas, la vida de la ciudad había impuesto a la amistad los ritmos frenéticos y las distancias infranqueables.  Aun así, cada semana encontraban un espacio para tomarse un café u organizar una comida en la que se ponían al tanto de las novedades.

   A veces, salía a la charla un pacto que habían hecho cuando niñas. Cierta ocasión en que cortaron las palmas de sus manos para sellar con sangre la promesa de morir juntas. Raquel, más racional y realista, reía con la ocurrencia. Mariana callaba para no desatinar con comentarios sobre lo desconocido de la vida después de la muerte.

   Pero ahí quedaba la instantánea que el padre de Raquel había tomado la tarde del pacto, enmarcada y con los colores vencidos por el tiempo, seguía ocupando un lugar prominente en la sala de Raquel, sobre la chimenea. Se veía a las dos niñas tomadas de las manos, con el mismo vestido, tan iguales que parecían gemelas.

   Una noche, Raquel oyó que llamaban a la puerta a la hora en que sólo se puede esperar un grito de auxilio o una mala noticia. Al abrir tenía en el pecho el vuelco de corazón de quien ya adivina el mal por venir.

   Era Mariana, que tenía la cabeza ensangrentada y en los ojos ofrecía la disculpa de las aves de mal agüero. Momentos antes había dejado atrás una fiesta. Las copas, la prisa, la falta de precaución, una reparación en la ruta que tomaban siempre a casa. El marido perdió el auto, ella salió por la ventana.

  “Es tiempo”, le dijo a Raquel. “Pero, ¿de qué hablas?”, preguntó Mariana. “Es tiempo de morir juntas. Hicimos un pacto”. “Eso fue una cosa de niños”, dijo Raquel, “Yo estoy encinta y no iré a ningún lado”. “Pero juraste con sangre”, reclamó Mariana”.

  Al día siguiente, durante el velorio, la sala estaba llena de dolientes quebrados por la muerte siempre injusta de una persona joven. Raquel dio el pésame al marido que se ahogaba en un mar de culpa, pero guardó para sí el secreto de la visita del alma de su amiga.

  De vuelta a casa, Raquel notó que, en el retrato que les hicieron de niñas, la imagen de Mariana comenzaba a desaparecer. El fondo seguía intacto, era sólo la silueta de su amiga que se hacía más tenue.

  Lo siguiente fue una depresión inesperada. Días de no poder mover un dedo, de mirar la pared como quien espera que el tren del destino le pase por encima. Mariana no podría explicárselo pero el mundo había perdido colores, anhelo y sentido.

  Raquel supo lo que pasaría cuando una semana después volvió a ver el retrato y no sólo era Mariana quien se desvanecía. Su propia imagen perdía fuerza, al tiempo que la vela de su alma se apagaba. Apenas alcanzó a parir una criatura prematura, luego dejó el cuerpo en el quirófano para cumplir el pacto a su pesar. Para entonces la foto sólo mostraba el paisaje de fondo.

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