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El Libro y El Dragón

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Como el insomnio lo hacía pasar las noches en blanco, por años anduvo medio dormido de día, hasta que empezó a soñar despierto y pensar dormido.
Desde pequeño se hizo noctámbulo con preguntas del tipo: ¿por qué tienen los humanos dos piernas?, ¿por qué las hierbas delgadas trepan los troncos gruesos de los árboles?, ¿por qué la tierra con agua da vida y cuando seca es inhóspita, hace arder los ojos y morir las plantas?
A las preguntas ensayaba respuestas que escribía con pinceles en papel arroz, jamás se le vieron en las manos otras herramientas de trabajo, y, como juntó una verdadera biblioteca con sus explicaciones, no tardó en hacerse fama de sabio loco.
Lentas las horas, rápidos los chismes, la fama del loco de las preguntas inacabables hizo pulgadas de las millas y llegó a la montaña alta, a oídos del único ser que tenía las respuestas que el insomne perseguía sin descanso.
Fue de día o quizá de noche porque al poner los pies junto a la cama sintió el piso frío, fue cuando apareció en su sueño un ser de cabeza prominente, desproporcionada para el cuerpo largo, reptilezco, que tenía patas poderosas y pequeñas, escamosas igual que las alas.
El Dragón aguardaba erguido, mudo, la mirada fija en los ojos del hombre, movía ahora una de sus cinco patas, luego la cabeza o un ala, con ese tic tac incesante de quien desespera esperando.
Al entender, el hombre hizo maleta. Cuando llegó a la puerta ya la imagen del dragón estaba unos pasos más allá y así la fue persiguiendo por semanas, hasta las cuevas altas donde habitaba el dragón de carne y fuego.
A diferencia del Dragón, que era amable y paciente, el hombre no pudo esperar para preguntar qué era lo que hacía que las aves volaran miles pegaditas y sin tocarse, cómo es que las arañas saben hacer tan simétricas sus telarañas, y guardó para el final su pregunta más preciada, qué hacen las personas en el mundo.
El Dragón no hablaba lengua humana, cuando se refería al sol creaba una bola de fuego, si quería decir agua para beber o yerba que cura los ojos, si el arrullo de las olas del mar o el valor de una crisálida, entonces hacía aparecer esas imágenes frente a sí.
Con metáforas gráficas, el Dragón explicó al hombre cuanta cosa preguntó, pero la curiosidad de éste era infinita y tras meses las preguntas no paraban porque las respuestas no llegaban a la cabeza del alumno.
Cansado, el maestro cambió la estrategia. Un vaso de agua, nuestra mente es como el vaso de agua, dijo al alumno, en ese vaso están tus preguntas. Cuando haces preguntas el agua se agita. La mente no se puede conocer a sí misma con preguntas porque entonces no se está quieta. Si la mente para de buscar, entonces las respuestas llegan.
Esa lección tomó al hombre muchos años de meditación y al Dragón toneladas de paciencia. Anciano, el hombre volvió a la aldea, llevaba en un libro los dibujos de las explicaciones del dragón. Allí estaban las respuestas, pero la gente no las entendía y el anciano no tenía paciencia de dragón. Quedó el libro vagando…

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