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La Calle de don Manuel

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Los celos lo llevaron a matar sin remordimientos, hasta que llegó el tiempo de arreglar cuentas con el verdadero criminal. Esta historia le dio nombre a una calle del México colonial….

   En tiempos de la colonia en la ciudad de México, un hombre muy rico, llamado Don Manuel Solórzano, vivía en una calle que pasaba precisamente detrás del Convento de San Bernardo; después, por los hechos que aquí se cuentan, se llamaría esa calle “La calle de don Manuel.  La esposa de don Manuel era una mujer muy virtuosa y sumamente bella. Pero aquel hombre, aún con tan buena esposa y con tanta riqueza, no se sentía feliz porque no había tenido descendencia.

  La tristeza lo consumía, el fastidio lo exasperaba y para hallar algún consuelo se consagró en cuerpo y alma a las prácticas religiosas, pero tanto era su empeño, que no conforme con asistir casi todo el día a las iglesias, intentó separarse de su esposa y entrar de fraile franciscano. Con este objeto, mandó llamar a un sobrino que residía en España, para que administrara sus negocios. A poco llegó el sobrino, pero pronto también, concibió D. Manuel unos celos terribles, tan terribles que una noche invocó al diablo y le prometió entregarle su alma, si le proporcionaba el medio de descubrir al que creía que lo estaba deshonrando. El diablo acudió solícito, y le ordenó que saliera de su casa a las once de esa misma noche y matara al primero que encontrase. Así lo hizo Don Manuel, y al día siguiente, cuando se encontraba satisfecho de haber logrado su venganza, el demonio se le volvió a presentar y le dijo que el individuo que había asesinado era inocente, pero que siguiera saliendo todas las noches y continuara matando hasta que él se le apareciera junto al cadáver del culpable.

   Don Manuel obedeció sin replicar. Noche con noche salía de su casa: bajaba las escaleras, atravesaba el patio, abría el postigo del zaguán, se recargaba en el muro, y envuelto en su ancha capa, esperaba tranquilo a que apareciera la víctima.

  No había alumbrado en las calles y en medio de la oscuridad y del silencio de la noche, desde lejos se oían los pasos, cuando alguien se acercaba, después aparecía el bulto de un transeúnte, a quien, acercándose Don Manuel, le

preguntaba:
− Perdone su merced, ¿qué horas son?
− Las once
− ¡Dichoso usted, que sabe la hora en que muere!

El puñal relampagueaba en las tinieblas, se escuchaba un grito sofocado, el golpe de un cuerpo que caía, y el asesino, mudo, impasible, volvía a abrir el postigo, atravesando de nuevo el patio de la casa, subía las escaleras y se recogía en su habitación.

  La ciudad amanecía consternada. Todas las mañanas, en esa calle, la ronda recogía un cadáver, y nadie podía explicarse el misterio de aquellos asesinatos tan espantosos como frecuentes mucho menos se podía sospechar de Don Manuel Solórzano.

  En uno de tantos días muy temprano, la ronda tajo un cadáver a la casa de Don Manuel, y éste contempló y reconoció a su sobrino, al que tanto quería y al que debía la conservación de su fortuna. Trató de disimular; pero un terrible remordimiento conmovió todo su ser, y pálido, tembloroso y arrepentido, fue al convento de San Bernardo, encontró a un sabio y santo religioso, se arrojó a sus pies, se abrazó a sus rodillas y le confesó uno a uno todos sus pecados, todos sus crímenes, engendrados por el espíritu de Lucifer, a quien había prometido entregar su ánima.

  El reverendo lo escuchó con tranquilidad y luego que hubo concluido Don Manuel, le mandó por penitencia que durante tres noches consecutivas fuera a las once en punto a rezar un rosario al pie de la horca, en descargo de sus faltas y para poder absolverlo de sus culpas.

  Intentó cumplir la penitencia Don Manuel; pero todavía no había recorrido las cuentas de su rosario, la primera noche, cuando percibió una voz sepulcral que imploraba en tono dolorido:
  − ¡Un Padre Nuestro y un Ave María por el alma de Don Manuel!
   Se quedó mudo, pero se repuso enseguida, fue a su casa, y sin cerrar un minuto los ojos, esperó el alba para ir a comunicar al confesor lo que había escuchado.

 − Vuelva esta misma noche  -le dijo el religioso- considere que esto ha sido dispuesto por el que todo lo sabe para salvar su ánima y reflexione que el miedo se lo ha inspirado el demonio como un ardid para apartarlo del buen camino, y haga la señal de la cruz cuando sienta espanto.

  Humilde, sumiso y obediente, D. Juan estuvo a las once en punto en la horca; pero aún no había comenzado a rezar, cuando vio un cortejo de fantasmas con cirios encendidos, que conducían su propio cadáver en un ataúd.

  Más muerto que vivo, tembloroso y desencajado, se presentó al otro día en el convento.
  − ¡Padre − le dijo − por Dios, por su santa y bendita madre, concédame la absolución antes de morirme!

   El religioso se hallaba conmovido, y juzgando que hasta sería falta de caridad el retardar más el perdón, le absolvió al fin, exigiéndole por última vez, que esa noche fuera a rezar el rosario que le faltaba.

  ¿Qué fue del penitente? Lo dice la leyenda, porque nadie sabe a ciencia cierta lo que paso allí.

  La tradición cuenta que al amanecer se encontraba colgado de la horca pública un cadáver y era del muy rico Sr. Don Manuel de Solórzano, que había sido ayudante privado del Marqués de Cadereita.
  El pueblo dijo desde entonces que a Don Manuel lo habían colgado los ángeles, y la tradición lo repite y lo seguirá repitiendo, porque, como ésta, todavía perduran las leyendas de la época colonial.

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