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La Flor más Hermosa

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La banca del parque estaba desierta al sentarme a leer debajo de las largas y desordenadas ramas de un viejo sauce llorón. Desilusionada de la vida, con buena razón para demostrarle mi desilusión,

  La banca del parque estaba desierta al sentarme a leer debajo de las largas y desordenadas ramas de un viejo sauce llorón.

  Desilusionada de la vida, con buena razón para demostrarle mi desilusión,  ¿Por qué el mundo se había empeñado en hacerme caer?

Y si eso no fuera suficiente para arruinar mi día, un niño pequeño sin aliento, agotado de jugar, se acercó. Se paró enfrente de mi, y con gran entusiasmo exclamó: “¡Mira, sabía que la encontraría!”.

  En su mano había una flor, pero qué horror! Con los pétalos marchitos por falta de lluvia o sol. Buscando que regresara a jugar y se llevara su decrépita flor, fingí una ligera sonrisa y me cambié de lugar.

  Pero no se alejó, se sentó junto a mí se acercó la flor, la olió y con exageración declaró; “Qué bonito huele y qué hermosa es”.

“Por eso la escogí; ten, es para ti”.

  La planta que se me ofrecía moría o estaba muerta. No había color que vibrara, naranja, amarillo o rojo. Pero sabía que si no la tomaba él jamás se alejaría. Así que tomé la flor y respondí: “Esto es justo lo que yo quería”.

  Pero en lugar de colocar la flor en mi mano, la sostuvo al aire sin razón de ser. Fue entonces cuando noté por primera vez que el niño de la planta era ciego, no podía ver.

  Escuché mi voz temblar y vi mis lágrimas brillar al agradecerle haber cortado la mejor. “No es nada”, sonrió y corrió a jugar, inconsciente del impacto que mi día logró dar.

  Me quedé ahí sentada preguntándome cómo habría logrado ver. A una mujer que abajo de un viejo sauce a sí misma se compadecía.

  ¿Cómo supo de la difícil situación que yo misma me concedía?

  Tal vez su corazón recibió la bendición de la verdadera visión.

  A través de los ojos de un niño ciego pude ver por fin que el problema no estaba en el mundo; que el problema estaba en mí…   Y por todas esas ocasiones que yo misma me cegué, juré ver lo bello de la vida y apreciar cada segundo que me dé.

  Y entonces me acerqué a esa flor marchita, pero que era la más hermosa que me habían regalado en mi vida y aspiré de una bella rosa su esencia. Y sonreí al ver a ese pequeño con otra planta en la mano. Dispuesto a cambiar la vida de otro ingenuo anciano.

        Cheryl L. Costello-Forshey

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