En la península de Yucatán, el calor se debe igual al sol inclemente que al aire seco por falta de ríos. Allí donde el agua corre subterránea, la vegetación se yergue sobre el suelo seco, volviéndose impenetrable. En el corazón de aquella selva densa vivió hace muchos años una mujer que, teniendo una niña de brazos, había perdido a su marido.
La casa de la mujer era oval, con techo de paja, de un solo cuarto, tenía una puerta y una ventana de madera. Habitaba allí con su hija de cinco meses y una perra blanca que llegó sola para adueñarse de la familia. La mujer la alimentó a cambio de que velara su sueño. Era un trato justo. Luego no pudo evitar tomarle cariño, ponerle un nombre, hablarle como si respondiera.
Cuando el marido vivía, la selva y una parcela de pocos metros eran suficientes para alimentar a la familia. El marido se encargaba de la recolección y la caza. A ella le tocaban el agua y el fogón. Siendo dos era fácil. Ahora era ella sola y la selva seguía igual de inclemente que ayer.
Se le fueron acumulando sobre los hombros y los callos los meses de cargar a la cría en busca de frutos y de nidos. Lo más pesado era llevarla de camino al pozo, para volver cargando a la bebé en un brazo y agua en otro.
La falta de descanso, el mal sueño, la tristeza, estaban a punto de explotar en aquella mujer cuando llegó el día más caluroso de año. Aquel amanecer, más que rocío parecía que del viento caía sólo polvo. Los moscos habían atacado durante la noche. La madre no paraba de rascarse y la niña no paraba de llorar. El colmo fue cuando quiso refrescar a la niña y vio que ya no tenía agua.
Estaba muy cansada, tenía hambre. El pozo estaba como a un kilómetro. Deseó poder partirse en dos. Expresó su deseo con un reproche a la perra:
-Ojalá sirvieras de algo en verdad. No puedes ir por el agua, no puedes cuidar a la niña. ¿No ves que no tengo fuerzas? ¿No ves que no puedo hacer las dos cosas? Mira, sólo mueves el rabo, todavía contenta…
La niña necesitaba beber agua tanto como el baño que le aliviara la piel. La madre supo que tenía que dejarla para correr por el agua que la salvara.
Cuando volvía al villorrio, apurada tanto como el peso le permitía, la mujer escuchó una voz angelical que salía de su casa. Sus ojos no pudieron dar crédito.
La perra mecía la cuna mientras cantaba a la niña, que se había dormido relajada. La voz angelical era de la perra. La mujer tiró el agua del susto y allí mismo creció un cenote. Fue una bendición… Era la perra el espíritu de un dios de la selva que quiso ayudar a la mujer en apuros y puso el agua a sus pies.
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