Durante la reciente movilización virtual promovida por la campaña We Are Home, con la que se ha instado a luchar por la ciudadanía para millones de inmigrantes y lograrla este mismo año, han surgido voces en todos los niveles que hacen eco de ese llamado permanente para que, en esta ocasión, sí se llegue hasta el fin y se cumpla con ese objetivo largamente postergado.
A nivel político se destacan, particularmente, las palabras de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, así como la del líder de la mayoría demócrata en el Senado, Chuck Schumer.
Pelosi apeló directamente a la deuda que se tiene con los inmigrantes al decir, entre otras cosas, que ellos “hacen a Estados Unidos más estadounidense con su determinación por un mejor futuro para sus familias. Pero lo más importante es que no solamente les debemos gratitud, sino acción”.
Schumer, por su parte, fijó su postura en un sentido más abarcador al comentar que “tenemos mucho qué hacer para lograr que Estados Unidos sea un país más incluyente y justo otra vez… Les prometo que no descansaré hasta que esas (comunidades) salgan de las sombras”.
Por ello, en esta ocasión fallar no es una opción; y, para ello, se debe pasar necesaria y obligatoriamente de las promesas a los hechos.
Porque ya sea como trabajadores agrícolas, beneficiarios de DACA, TPS o DED; o bien, más recientemente como trabajadores esenciales durante toda la pandemia de COVID-19, arriesgando sus propias vidas y las de sus familias, esos indocumentados han cumplido a cabalidad con su parte en el engranaje de esta nación de inmigrantes, incluso durante los cuatro largos años de la pasada administración, que aplicó las políticas migratorias más draconianas en la historia reciente del país para bloquearles el avance en la sociedad estadounidense. Y aun así, resistieron.
En efecto, son muchas las deudas pendientes con millones y millones de inmigrantes que, pese a la retórica xenófoba, racista y antiinmigrante, han demostrado que su determinación es no dar un paso atrás, no sólo como ejemplo de persistencia para procurar bienestar a sus familias, sino como la prueba más concreta e irrefutable del desarrollo en todos los sentidos de una nación del siglo XXI. Su presencia representa la garantía de una o más generaciones de relevo para mantener vivo a un país como Estados Unidos.
Quienes no lo ven así, continúan mostrando una oposición descaradamente discriminatoria, como si los múltiples beneficios que los indocumentados han proporcionado a esta nación no valieran la pena tan sólo por carecer de un estatus migratorio legal.
Eso, a nivel político, implica obviamente un bloqueo que pareciera infranqueable. Pero con el poder del que ahora goza la bancada demócrata, más el mecanismo del proceso de reconciliación para finiquitar sin la parte republicana muchos de los asuntos pendientes en la agenda legislativa, entre otros el de la inmigración, no hay tiempo que esperar, ni que perder. Ya no, como ocurrió en el pasado en otra administración demócrata, cuando se tenía todo en las manos, pero se prefirió ver hacia otro lado. Y todos pagaron las consecuencias. Así, el respaldo de la mayor parte de la sociedad estadounidense a lograr una vía a la ciudadanía para los millones de inmigrantes indocumentados es bueno, sano y aplaudible el compromiso adquirido por parte de los líderes políticos pro inmigrantes, que muestran una innegable sintonía política con la reforma migratoria, pero hay que reservar fuerzas para seguir presionando hasta el final, a fin de que esas palabras no bajen de tono. Nunca más.
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