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Una Petición desde el más allá!

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Muchos son los cuentos que se conocen y son característicos de cada región, de cada pueblo, como es el caso de esta leyenda que hoy narraremos. Sucedió en el convento de Jesús María,

Muchos son los cuentos que se conocen y son característicos de cada región, de cada pueblo, como es el caso de esta leyenda que hoy narraremos. Sucedió en el convento de Jesús María, en la ciudad de México, alrededor del año 1680, cuando Tomasina Guillén Hurtado de Mendoza, viuda de don Francisco Pimentel (hombre de confianzas del virrey y muy rico), entró como novicia al convento. Era una hermosa mujer de enigmáticos ojos verdes, aunque un tanto tristes a causa de los malos tratos de su propia madre. A los quince años la señora la metió de monja al convento de Jesús María, pero Tomasina, rebelde a los muros del recinto, volvió pronto a su casa. Después de algunas semanas de su regreso, enfermó terriblemente, hasta el grado de verse en manos de la muerte.

Presa del terror, prometió que si se curaba conduciría todos sus pasos por el camino místico; sin embargo, ya sanada, se arrepintió, conformándose con vestir los hábitos de Santa Teresa. La madre, molesta, le encerró en el convento de Santa Isabel, pero ella volvió a inclinarse por la vida mundana. Después de algunos años se casó con don Francisco Pimentel, con quien esperaba hallar la felicidad bajo un mismo techo. Empero, se topó con una cárcel más terrible que la del hábito: su esposo, enfermo de celos, le impuso una existencia de encierro, impidiéndole salir o ver a cualquier persona (selló incluso las ventanas de su habitación).

Afortunadamente para Tomasina, el matrimonio sólo duró unos meses, pues su marido, siempre metido en pleitos, encontró la muerte en uno de ellos. Además, para sorpresa de la viuda, el marido le dejó por herencia el ajuar de la casa y un monto de tres mil pesos, que únicamente podrían cobrarse si la dama entraba en un convento. Así, Tomasina decidió ingresar nuevamente al claustro de Jesús María. Transcurridos unos meses de su noviciado, vio entre sueños a un clérigo, quien le pidió, a ella y a sus compañeras la realización de ciertas devociones, con el propósito de poder salir de los tormentos que ya hacía muchos años padecía en el Purgatorio.

Cuando comentó el suceso con su confesor, éste creyendo que todo era producto de su imaginación, le mandó encomendar a Dios el alma de ese clérigo. Después de ello, Tomasina supo de las apariciones que, durante los dos últimos Jueves Santos, ocurrían en la sala de labor de las monjas y en la habitación dedicada a los ejercicios espirituales. Algunas novicias aseguraban haber visto el fantasma de un clérigo subiendo por la escalera con gran reposo y silencio. Días después, Tomasina volvió a soñar con el mismo clérigo, quien ahora le reclamaba por no cumplir su petición; le recordaba que las oraciones debían ser dichas por toda la comunidad, mientras el ayuno lo debía cumplir sólo ella. Tomasina alegó no saber si las monjas accederían a cumplir con ese mandato. Pero luego sintió cómo el difunto le tomaba el brazo izquierdo y le provocaba un agudo dolor. Al despertar, la mujer advirtió sobre el brazo varias quemaduras con la forma de yemas de los dedos del clérigo.

De inmediato se dio aviso al entonces arzobispo de México, fray Payo Enríquez de Rivera, quien mandó a su provisor y vicario general a cerciorarse del caso. También se pidió la opinión de unos cirujanos, los cuales aseguraron que el fuego usado para esas quemaduras no era conocido en este mundo. Además, las quemaduras habían contraído los nervios del brazo, dejándolo inútil. Esta prueba condujo al convento a dedicar algunas misas y rosarios para el difunto, pero Tomasina, por su delicada salud, no pudo cumplir con el ayuno. Algunas semanas después se le volvió a aparecer a la monja el clérigo difunto, aunque esta vez en cuerpo y alma. El hombre le agradeció todo lo hecho por él, asegurándole a Tomasina la disminución de sus penas; sin embargo, le pidió no olvidar el ayuno. A cambio, le prometió abogar por ella cuando se encontraran en el cielo, además de asegurarle pronta mejoría.

Durante algunos años, y hasta el veintidós de septiembre de 1769, cuando tomó definitivamente los hábitos religiosos, Tomasina vivió con las quemaduras y uno de sus brazos inutilizado; pero al día siguiente amaneció completamente sana y sin huella alguna de las quemaduras… Desde entonces, la monja continuó una vida austera y ejemplar, gracias a que supo escuchar una petición desde el más allá..

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