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El Pata de Cabra

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   Un relato de humanidad que va más allá de los humanos. Un cuento de solidaridad que atraviesa los calendarios. Un tierno relato de terror cuyo origen es impreciso y que se cuenta por igual en países de diversos continentes.

  El ataúd avanzó por las calles del pueblo con la cadencia triste de las procesiones fúnebres. La gente del pueblo se iba sumando a la marcha cuando se enteraban que el muerto era el hombre más bueno de la región, el más querido de los que allí habitaban.

  Entre los cantos de las mujeres de la iglesia, podían oírse rumores y llantos, gente que lamentaba el deceso y otros que contaban historias sobre la ayuda recibida por el difunto.

  Una vez colocado el ataúd en la sala velatoria, las flores fueron puestas en su lugar y la gente tomó su sitio. El llanto de unos y otros se fue apagando lentamente, exhaustos los ojos, vacíos los corazones. Nadie puede llorar por siglos, aunque el lamento no pare.

  Al final, cuando la sala estaba llena de recuerdos y casi en silencio, se escuchaba sólo el llanto de un hombre que permanecía cercano a la puerta. Un hombre de altura considerable, ataviado con un traje largo, con capa, que de la corbata a los zapatos guardaba un luto impecable.

  El hombre se acercó al ataúd y al ver el rostro del difunto lloró más fuerte. Había en su llanto mucho dolor, pero también reclamo, como si al morir el buen hombre, el doliente se hubiera quedado completamente solo. 

  A la mañana siguiente, cuando el ataúd dejó la sala velatoria, el pueblo fue en procesión al cementerio. Una misa breve pero emotiva precedió el momento del descenso del féretro, tras lo cual los presentes fueron dejando el lugar como las hojas de otoño a los árboles.

  Cuando ya pocos quedaban allí, el hombre de la capa negra no había movido un pie y su llanto apenas había disminuido. Un amigo de la familia del muerto se acercó a él a tratar de consolarlo. Le preguntó si era un pariente lejano, a lo que el extraño contestó que no. Preguntó si era un viejo amigo y el extraño respondió:

– Él nunca me conoció, pero es el mejor amigo que he tenido en mucho tiempo.

-¿Cómo es eso? –preguntó el amigo de la familia.

– Hace décadas –contestó el extraño- este hombre puso sobre sus hombros una de las tareas más difíciles que alguien puede emprender. A partir de entonces, todos los días, durante varias décadas, mantuvo prendida una veladora para pedir por la salvación del alma más perdida del mundo.

  Se hizo un silencio que estremeció al amigo de la familia. El extraño continuó:

 -Esa alma soy yo.

 Nada hubiera pasado de una anécdota curiosa, de no ser porque al caminar juntos hacia la puerta, el hombre de negro resbaló, perdiendo por casualidad un zapato. Entonces el amigo de la familia vio que el extraño carecía de un pie normal de humano, teniendo en su lugar una pezuña de cabra. Y sintió lástima por él. El alma más perdida del mundo sólo podía ser el diablo.

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