Siempre celebrábamos el cumpleaños de papá, que era en noviembre, el día de acción de gracias; incluso cuando se fue a vivir a un hogar para ancianos. Con el paso de los años, aquel suceso adquirió doble significado para mí; es decir, una fiesta de cumpleaños tradicional para papá y un agradecimiento personal por todo lo que él había sido para mí en la vida.
Cuando supimos que podría ser su último cumpleaños, todos los miembros de la familia decidimos reajustar nuestros planes para el día de acción de gracias y reunirnos para llevar a cabo una enorme celebración de cumpleaños del abuelo Simón (mi padre) en el hogar para ancianos. Fue una fiesta muy concurrida, con mucho alboroto y comida en abundancia. Papá se divirtió como nunca. Era un excelente narrador de historias y aquí tenia la audiencia cautiva más numerosa de toda su vida. La fiesta revoloteaba a su alrededor.
En un momento de calma anuncie que, para variar, ahora le tocaba a papá escuchar algunos relatos. Yo quería que todos dijéramos al abuelo Simón lo que nos gustaba de él. El salón se quedó en silencio e incluso papá se calló mientras su familia se reunía a su alrededor, como súbditos alrededor del trono.
Uno tras otro todos narraron anécdotas que salieron del fondo de su corazón, mientras papá escuchaba, con los ojos azules húmedos y relampagueando. La gente recordó todo tipo de vivencias olvidadas, historias de cuando papá era joven, historias que son un tesoro compartido de familia. Entonces alguien narró la historia de mamá y el florero…
Mamá era una mujer robusta y de baja estatura que siempre se inclinaba sobre la mesa para leer el periódico. Con los codos sobre la mesa para apoyar la barbilla, su cuerpo hacia un ángulo recto perfecto. Un día, papá le colocó el florero chapeado en oro que ella apreciaba tanto, una reliquia familiar, justo en el trasero, en el ángulo que se formaba en su cintura. Ella no se podía mover, no podía dejar de reírse, y gritaba pidiendo ayuda a través de las lágrimas, mientras el florero se tambaleaba. Todos los demás nos tirábamos al suelo de risa, hasta que papá finalmente rescato el florero.
Los relatos fluyeron. Cada uno parecía desencadenar el recuerdo de dos más. Ni siquiera los nietos más pequeños podían esperar para decirle a papá por qué lo amaban. Papá era un hombre que había sido bondadoso con muchas personas en su vida, y aquí teníamos la oportunidad de festejarlo.
Meses más tarde, en el funeral de papá, comprendimos mejor lo que le habíamos dado aquel día. Las historias que contamos son las que la gente normalmente platica en un funeral, cuando el ser amado ya no está ahí para escucharlas. Entonces se platican, entre lágrimas, con la esperanza de que el que se fue de algún modo escuche las palabras efusivas de amor. Pero nosotros dimos a mi padre esos recuerdos de amor todavía en vida, narrados entre risas, acompañados de abrazos y de alegría. Los tuvo para retenerlos y repetirlos en su memoria durante sus últimos meses y días.
Las palabras son importantes, y son suficientes. Sólo necesitamos decirlas, manifestárselas en público a quienes amamos para que todos los demás las escuchen. Esa es la manera de corresponder al amor y la oportunidad de exaltar a una persona en vida.
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