– ¡Hola, José Martín! ¿Están todos bien?, ¿necesitan algo?” – La voz al otro lado del teléfono se escuchaba con un inusual tono de angustia que, de entrada, me dejó de una pieza. –“¡Hola, Naz!
– ¡Hola, José Martín! ¿Están todos bien?, ¿necesitan algo?” – La voz al otro lado del teléfono se escuchaba con un inusual tono de angustia que, de entrada, me dejó de una pieza. –“¡Hola, Naz! (era Nazeli Nazar, periodista y amiga chilena que vive en Los Ángeles) Supongo que estamos bien, le contesté, ¿pero, por qué la pregunta?” –“¡Pues por los incendios! ¿Qué no sabes? ¡Hay uno muy cerca de tu casa, en Santa Clarita!”.
Era la tarde del domingo 21 de octubre y yo me encontraba muy quitado de la pena en la Ciudad de México, visitando a mis padres y en ese preciso momento, alejado de las noticias. Mil cosas pasaron por mi cabeza. Por supuesto, mi principal angustia era saber cómo estaba mi familia. El fuego, ciertamente, se acercó a menos de una milla de distancia de mi hogar. Incluso, evacuaron a todo el vecindario, suspendieron las clases y cerraron los negocios. Pero a final de cuentas, al menos en esa área, la cosa no pasó de un gran susto.
Lamentablemente, esa misma suerte no fue la que acompañó a las 14 víctimas mortales y a las más de dos mil familias que todo lo perdieron en un abrir y cerrar de ojos. De regreso a Los Angeles, como reportero de Azteca América, tuve la oportunidad de cubrir esta tragedia sin precedentes en la historia de California. Ya en otros años había habido grandes incendios en el “Estado Dorado” como los de 1991 o el 2003, pero nunca tantos al mismo tiempo como en esta ocasión; 17 en total.
Desde el Condado de Ventura, cerca de Santa Bárbara, hasta el de San Diego y aún más allá de la frontera, en Baja California, México, parecía como si el fuego y el viento se hubieran vuelto aliados para desatar un infierno. Hoy, a una semana de que todo comenzó, cuando aún arden las llamas en el Condado de Orange y miles de personas aún no tienen un techo donde dormir, varias cosas me vienen a la mente: Gratitud, ante todo, a Dios, a los bomberos, policías, rescatistas, voluntarios, pilotos de helicópteros y aviones, en fin, a todos aquellos que en momentos de desastre ponen en riesgo sus vidas para salvar las de los demás y sus propiedades.
En Castaic, por ejemplo, recuerdo la valentía de los pilotos de cerca de 15 helicópteros que volaban al mismo tiempo en un área muy reducida; muchos de ellos a ras del suelo, en medio de las columnas de humo, con cero visibilidad. Y todo para ir salvando una por una a todas las residencias y ranchos de esa zona montañosa. Ahí, por cierto, ninguna se quemó. Recuerdo también a los 37 heroicos bomberos mexicanos que por primera vez en la historia cruzaron desde Tijuana para ayudar en los incendios del Condado de San Diego del lado estadounidense. “Somos bomberos aquí y en China”, me dijo uno de ellos “Y si nos toca de este lado, pues ni modo” (A propósito, yo pensé que no les habían pedido visa para venir a ayudar, pero como dice la canción, otra vez, me equivoqué).
En fin, eso es fue lo de menos, por que lo de más fue ver como se la jugaban frente a las llamas y el entusiasmo con el que trabajaban, como tratando de demostrar que aún, sin el mismo equipo, tienen el mismo corazón que sus colegas californianos. Recuerdo también la entereza y optimismo de un jefe de familia de origen mexicano en la ciudad de Ramona, al noreste de San Diego. “Aquí se quedaron 11 años de recuerdos, sueños y esperanzas” -me dijo Don Silvino con la voz entrecortada-. “Mi equipo de trabajo, mi pequeña oficina de jardinería y hasta los juguetes de mis nietos… pero sé que vamos a salir adelante y si hay que comenzar de cero, así lo haremos, porque cuando llegamos a este país tampoco teníamos nada…” Cuanta razón tiene Don Silvino, ¡cuanta!… Digan lo que Digan.
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