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Duelo en la explanada

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(Una leyenda de Campeche)

  Nacía el sol sobre la explanada de San Juan, cuyos viejos muros de piedra fueron teatro del duelo más famoso de la ciudad de Campeche. Se batían José y Cosme por el amor de Irene, una muchacha morena de ojos tan bellos que eran casi ilegales.

  De José, cuyo apellido no quedó registrado en la historia, se sabe que era jornalero en los campos de maíz, que era él quien defendía su honra, que sus testigos eran campesinos, como él. De Cosme se sabe que se apellidaba Santa Clara, que sus testigos pertenecían a familias acomodadas y que tenía fama de ser el mejor espadachín de Campeche.

   En la hora previa, el silencio de la explanada apenas se rompía con los pensamientos de los testigos. Era José diestro con el machete cuando se trataba de cosechar, de ahuyentar serpientes. ¿Pero qué podía hacer un machete contra una espada más larga, filosa, y empuñada por un espadachín educado en las mejores escuelas de esgrima de Europa? Los testigos de Santa Clara estaban seguros de asistir a una rutina, a una muerte voluntaria, la de José, que perdería vida y novia por no haber escuchado advertencias.

   Más que advertencias, amenazas fue lo que hubo días antes en el mercado. Irene hacía compras acompañada de José, que le llevaba las bolsas. En un café del otro lado de la calle desayunaba Santa Clara cuando vio a la morena por la que creía morir. Era como una aparición. Había tardado más de un año en averiguar su nombre. Se decía prendado y no correspondido.

  Cuando Santa Clara se acercó a Irene, José le cortó el paso. Ya su novia le había contado de un señorito que no la dejaba en paz. Teniéndolo enfrente espetó:

-La señorita le ha pedido que no la moleste. Váyase mejor.

 A los presentes la risa de Santa Clara debió sonarles a mofa. Lo que hizo después debió dejarlos fríos.

– Una mujer bella merece un hombre de verdad. Y, aunque eres campesino, te voy a dar el honor de batirte en duelo. Voy a quitar del camino aquello que me impide que mi amada me corresponda.

  Esa noche Irene pensó en el verdadero amor. José la había cortejado desde niño, igual que ella a él. Eran amigos, amantes. ¿Qué sabía Santa Clara de amor? Al verla hablaba de desnudarla. Una de tantas, señoritas, esposas, hijas, no había una que escapara luego de llenar el ojo al don Juan. Una vez que brincaba a su alcoba, las abandonaba. Había burlado a la mitad de la ciudad y nadie, ni uno sólo de los ofendidos, se atrevió a aceptar el reto del mejor espadachín de Campeche, hasta que José lo hizo.

  Llegada la hora convenida José y Cosme caminaron hacía sí, alejándose de los testigos. Las palabras de Cosme retumbaron en los viejos muros de la explanada:

– Esta es mi arma -dijo Santa Clara al desenfundar la espada- ¿Cuál es la suya?

  Fue grande la sorpresa de ver un garrote, tanto que impidió a Cosme esquivar el primer embate de José, que le alcanzó en el hombro y lo hizo trastabillar. Pero el campesino no persiguió a su oponente, antes se cuadró en guardia, con el garrote que no se sabía si iba a usarlo de escudo o mazo. Se esperaba un ataque a tres cuartos, fintando con un flanco para enterrar el diestro metal en el costado que el pobre oponente creyera seguro. Quizá un ataque frontal a filo y porrón o alguna otra de las maravillosas maniobras tantas veces descritas por Cosme.

  En vez, cuando por fin dio un paso adelante, a Cosme le temblaba la mano empuñando la espada. Tenía más atención puesta en el garrote romo que en el acero afilado. Los testigos estaban estupefactos. José olió sangre. El señorito era pura lengua. No podía usar la espada ni para abrir un coco.

  Fueron incontables los golpes que recibió Cosme de Santa Clara, no sólo de parte de José, sino de todo cornado que supo lo que había pasado en la explanada. Hasta que el mejor espadachín de la ciudad mejor dejó Campeche.

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