Era un joven discípulo en la disciplina zen que tenía la más primitiva de las dudas, pues solía preguntarse: “Lo que veo, lo que escucho y huelo, ¿es real, es verdadero? Y, si no lo es, entonces, ¿lo que pienso es real, es verdadero?”.
La cabeza a cero, las ropas le caían de los hombros a los pies como a los otros monjes, nada diferenciaba al joven discípulo salvo que era el más inquieto del templo. Taciturno, siempre corroído por sus dudas. Hasta que una tarde se acercó a un maestro, le compartió las honduras de su alma y le dijo:
– Maestro, necesito saber qué es la verdad. Tal vez tú conozcas una enseñanza secreta, algo que pueda echar luz a mi búsqueda. ¿Qué me aconsejas hacer?
El maestro no estaba seguro de que la pregunta estuviera bien planteada y ayudó al alumno a reflexionar sobre si existe o no una gran verdad, algo dado e inmutable, o si existe una verdad cambiante, una que no es real sino relativa. Una vez sembró la duda sobre el alumno, entonces le confió un secreto:
— La respuesta está en el arte de la observación -dijo el maestro-. Nada escapa a una mente observadora y perceptiva, hasta que la mente misma se convierte en enseñanza.
– Pero, maestro -respondió el joven-. Llevo toda la vida viendo y no sé si lo que veo es real.
— No es lo mismo ver que observar, que es ver con detenimiento. Siéntate en la playa y observa al sol sobre las aguas del mar. Allí hay un mensaje para ti. Debes mirar el mar cuanto sea necesario para que se amplíe tu comprensión.
Arrojado así a las puertas de un misterio, sin estar seguro de estar haciendo o no un disparate, el alumno tomó su lugar en la playa, cruzó las piernas en flor de loto, estiró la espalda, aclaró la mente, fijó la vista en el agua inmensa y azul.
Los primeros días, con un cielo calmo, sin nubes o viento, las olas eran del mismo tamaño. Rompían a unos metros de la arena, blancas las crestas, ronco el ruido de las costillas. Entre la superficie dispar del agua, el sol golpeaba millones de gotas y destellaba en todas direcciones.
Después hubo un cielo bronco, con nubes que atravesaban veloces el firmamento y remolinos que alebrestaban al mar. Se agrandaron las olas, creció la espuma y se hizo más ronco su quejido. Era un mar violento, peligroso, nada, sin embargo, comparado con la tormenta que llegó después, que cerró el cielo y trepó el mar a las nubes.
Sin abandonar el puesto, el alumno miraba la tormenta cuando se formó un claro de cielo, un hueco entre las nubes por donde pasó un rayo de sol que iluminó las olas. Entonces el alumno comprendió.
De regreso en la aldea, el maestro vio venir al joven discípulo que sonreía con la calma del universo.
-Veo que encontraste tu respuesta -dijo el maestro-. ¿Has comprendido el arte de la observación?
El alumno respondió:
-Visité por años los templos, cumplí con los ritos, leí las escrituras. Sólo hasta que observé comprendí.
-¿Existe una verdad inmutable? -preguntó el maestro-.
-El sol es siempre brillante, permanece luminoso, inafectado. Las aguas del mar no lo mojan, las olas no lo alcanzan, ni lo hace la paz, tampoco la tormenta. El sol es como nuestro ser interior.
-Siempre y cuando sepas brillar sin que te afecte la tormenta -respondió el maestro.
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