Cargado de conejos,
y muerto de calor,
una tarde calurosa
a su casa volvía
un cazador.
Encontró en el camino,
muy cerca del lugar,
a un amigo y vecino,
y su fortuna le empezó
a contar.
“Me afané todo el día
(le dijo); pero ¡qué!
si mejor cacería
no la he logrado
ni la lograré.
Desde la mañana
es cierto que sufrí
una buena asoleada;
mas mira qué conejos traigo aquí.
Te digo y te repito,
fuera de vanidad,
que en todo este distrito
no hay cazador de más habilidad”.
Con el oído atento
escuchaba un hurón
estas charlatanerías,
desde el corcho en que tiene su mansión.
Y el puntiagudo hocico
sacando por la red,
dijo a su amo: “Suplico
dos palabritas, con perdón de usted.
Vaya, ¿cuál de nosotros
fue el que más trabajó?
Esos conejos y otros
¿quién se los ha cazado sino yo?
¡Patrón! ¿Tan poco valgo,
que me trata así?
Me parece que en algo
bien se pudiera hacer mención de mí’’.
Cualquiera pensaría
que esta petición
seguramente haría
al cazador tener algo de consideración;
pero nada de eso hubo.
se quedó tan sereno
e ignoró tal pedido.
El pobre hurón
no le quedó otra
que olvidarse de su petición.
La ingratitud es una fea acción que no tienen ninguna consideración
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