Desde generaciones pasadas, el contar cuentos ha sido un arte que tiene muchos adeptos. Historias misteriosas y leyendas enigmáticas son la predilección de muchos. Esta narración es uno de esos y como
Desde generaciones pasadas, el contar cuentos ha sido un arte que tiene muchos adeptos. Historias misteriosas y leyendas enigmáticas son la predilección de muchos. Esta narración es uno de esos y como empezaban mis abuelos, lo empiezo yo…: según cuentan las leyendas… En los límites de la ciudad de Guanajuato se localiza una vieja casona, abandonada desde, nadie sabe cuando, rodeada por altas paredes de piedra cimentada y una pesada puerta que, con cuatro cerraduras, impide el paso a persona alguna. En el último piso sobresale una habitación que luce un ventanal en el que algunas noches, cuentan, se puede percibir una mortecina luz.
Cuentan que poco antes de las doce de la noche, se veía aparecer un carruaje tirado por dos caballos negros que se detenían a la entrada de la oscura y desierta mansión. Los animales relinchaban y pataleaban impacientes mientras el cochero, inmóvil como estatua, esperaba con serenidad, sosteniendo las riendas que lo unían a los jamelgos. Al sonar la primera campanada que anunciaba la media noche, el luminoso ventanal se cerraba de un fuerte golpe y, momentos después, se escuchaba girar el cerrojo del pesado portón. Afuera, los caballos se encabritaban al momento que la puerta se abría, con un agudo rechinar. De ella salía un sombrío personaje que la cerraba fuertemente tras de sí, y subía con rapidez al carruaje.
El carro partía al primer azote que el cochero propinaba a los caballos; corría como un relámpago por ciertas calles de la ciudad, produciendo un ruido tan fuerte que despertaba a los habitantes del lugar, quienes, de inmediato, se asomaban por puertas y ventanas. Entre las calles veían atravesar un coche tirado por dos caballos negros que arrojaban chispas por boca y ojos. Iba tan rápido que, a su paso, dejaban una estela de fuerte olor a azufre, para después desaparecer. Del hombre que iba dentro, sólo se distinguían, bajo el ala del sombrero, dos rojas pupilas que llameaban como las de las fieras, provocando, en quienes las miraban, un escalofriante temor.
Se cuenta que en una lejana época, de la cual no hace falta mencionar el año, vivió en dicha mansión un acaudalado minero llamado Melchor. Hombre de edad madura que, por el honrado manejo de sus negocios, gozaba de renombrada posición e influencia, no sólo en su natal Guanajuato, sino en la capital del país e incluso en la Madre Patria. Don Melchor mantuvo estrechas relaciones con dos españoles, cuya considerable fortuna procedía de una tienda localizada en León. Con ellos compartió varios negocios, manejándose siempre con intachable rectitud. Al morir el mayor de ellos, don Melchor se enteró de que, en su testamento, lo había nombrado albacea de sus cuantiosos bienes, por considerarlo un hombre recto y de confianza; allí, lo autorizaba a que repartiera las riquezas entre aquellos que más lo necesitaban.
Alentado por el encargo que le dejara su amigo, don Melchor se resolvió a cumplirlo de inmediato y de la manera más justa. Inició el encargo con aquellos que vivían en las inmediaciones de su hacienda, ofreciéndoles dinero a manos llenas. La noticia se esparció por todo el territorio. El ambiente se tornó tan difícil, que fue imposible continuar con la repartición de los bienes. Los mendigos, al no ser atendidos, comenzaron a propagar mentiras y calumnias en contra de don Melchor, alegando que el caballero pretendía quedarse con la que consideraban su herencia.
Una noche en la que don Melchor tomaba su merecido descanso, escuchó un perturbador escándalo a las puertas de su casa; eran los mendicantes que se reunieron para exigirle la parte de la herencia que les correspondía. Tan enfurecidos estaban, que amenazaron con no dejarlo salir o, incluso, con quemar la mansión. Molesto, don Melchor, al ver cómo todos se ponían en su contra, ordenó que ahuyentaran a la multitud, arrojando agua caliente desde los balcones, y que no se le proporcionara a nadie ni un mendrugo de pan. Y así fue nadie más recibió nada, y no porque don Melchor no lo quisiera, si no que repentinamente la muerte lo visitó, dejando a muchos mendigos hambrientos y más aún sin cumplir con el deseo que su amigo le encomendará.
Para dar el último adiós al buen hombre, asistieron gran cantidad de familias, todas de alta alcurnia, arregladas con riguroso luto. El cuerpo de don Melchor reposaba en el templo parroquial, rodeado de los más excesivos lujos. Cuando el representante religioso se disponía a iniciar la celebración del difunto, sintió un ligero temblor en el cuerpo; la voz se le entrecortó y empezó a sudar frió al escuchar las siguientes palabras: “Es inútil que rueguen por mi alma, pues ahora, por no haber cumplido en vida lo que se me había encomendado, debo purgar mis pecados”. El clérigo sintió como si el difundo le tendiera la mano sobre su brazo izquierdo, y experimentó una extraña sensación; era como si le hubieran derramado un ácido que le quemara, pero al mirarse descubrió que no había rastro de herida alguna. Desde la noche del entierro, al sonar las doce en el reloj de la parroquia, se ha escuchado un tumulto salir de la casa de don Melchor. Se dice entre los vecinos que, en un coche tirado por caballos negros, vaga el alma del caballero para pagar sus culpas. ¿Verdad o Fantasía?— No lo sé… Pero como me lo contaron, se los conté! At the same time Sell dumps helps you survive
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