Cuando llegó al pueblo, más de alguno creyó que se trataba de un animal. Sabía articular las palabras de los hombres, aunque eran más las que ignoraba que las que conocía. Su mensaje era claro:
– Aquellos que quieran hermanarse con la naturaleza, deben seguir mi camino. Cuando llegue la siguiente luna llena, pasaremos una semana sin comer ningún alimento. Así nos prepararemos para el cambio.
Los hombres, mujeres y niños de la aldea hacían remolinos para verlo de cerca. Su pelo era negro y lo usaba suelto, como que jamás había sido cortado. Sus brazos y piernas recordaban a las de los humanos aunque estaban cubiertas de lodo y era difícil verle la piel. Sus ropas eran jirones de pieles, sin forma ni sentido. Daba la impresión de que jamás había tomado un baño. Nada en su aspecto parecía invitar a la confianza, salvo los ojos café, donde se podía ver el fondo de un alma buena.
Si la gente desconfiaba al verlo, más lo hacía con su leyenda. El muchacho había nacido a mitad de una excursión que se perdió en el bosque. Nadie sabía qué pasó con los adultos que lo acompañaban, se decía que habían sido atacados por animales salvajes. La historia había servido para asustar niños y prevenir viajeros durante años. En las versiones que se contaban, nadie sobrevivía.
Pero el recién nacido no fue atacado. Fue acogido en el seno de una manada de lobos. Creció bebiendo leche de la loba. Aprendió a aullar para comunicarse con sus pares. Fue educado para conocer el bosque por sus sonidos. Podía distinguir a una serpiente deslizándose del viento moviendo los pinos.
Sabía las temporadas en las que crece la hierba que cura la panza. Sabía distinguir los frutos dulces de aquellos que eran venenosos. Sabía pertrechar las cuevas para protegerse del frío. Sabía cuidar sus huellas para protegerse del cazador.
Y a quienes lo escuchaban, quería convencerlos de que vivir fuera del bosque era un error.
– El hombre ha perdido su animalidad. Ya no sabe reconocer su cara cuando el corazón late de angustia. De no tener cerca la aldea, se mueren de miedo y de hambre.
Pero había muchos que no estaban convencidos de lo que decía el joven. Vivir en la aldea los hacía felices. Era después de todo la única forma de vida que conocían, y les gustaba. Además, no todos estaban de acuerdo con lo que decía el extraño. Creían ser muy civilizados, pero también estar muy acorde con la naturaleza.
Fue por eso que alguno le dijo:
– Lo que propones no tiene sentido. Dices que hemos dejado de ser parte del bosque y yo te digo que estás mal. De allí sale la carne que comemos, de allí vienen nuestros frutos y las pieles que forman nuestras ropas. Somos uno con la naturaleza.
El joven pintó una raya en el piso y advirtió a los presentes:
– Quienes quieran saber lo que de verdad es estar hermanados con el mundo natural, que crucen esta raya. Luego de siete días de ayuno verán recompensado su valor.
La mayoría en el pueblo se río del salvaje. Pero hubo unos pocos que se quedaron con él. Pasados los siente días, cuando estaban exánimes, casi muertos de hambre, el joven les anunció que era tiempo de marchar.
Avanzaron paso a paso hacia el bosque profundo, y, conforme lo hacían, más y más cabello les crecía en las manos, en las piernas y las caras. Para cuando el último humano los vio, ya se habían convertido en osos.
Y fue así como nacieron los primeros osos grizzly, por eso, en lengua de nativos americanos, oso significa: “hombre del bosque”.
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