En febrero de 1778, un alemán de 43 años, diplomado en medicina y amigo de Mozart, fue a París. Estaba completamente decidido a conquistar aquella ciudad y al mundo entero con su nueva teoría: el magnetismo animal.
Según Franz Anton Mesmer, el Universo está bañado con un fluido sutil que rodea y penetra todos los cuerpos. Cada individuo es un imán cuyo polo norte es la cabeza y el polo sur son los pies; la enfermedad es consecuencia de una mala distribución del fluido en el cuerpo, y su tratamiento logra restablecer el equilibrio, frotando suavemente los polos, o el ecuador del hipocondrio. En los salones de su hotel de Coigny, Mesmer instaló cubetas de madera de roble, que contenían agua, vidrio triturado y limaduras de hierro. Nada estaba electrizado ni imantado. La tapa de cada cubeta tenía unos orificios por los cuales salían unas varillas de hierro dobladas en ángulo. Cada enfermo, formando una fila alrededor de la cubeta, sostenía una de esas varillas, y se tocaba con ella la parte enferma. Para formar una cadena para que pasara el fluido, los enfermos quedaban unidos unos a otros por medio de una cuerda que les rodea el cuerpo, o bien, se tomaban entre sí con los dedos pulgar e índice. Los enfermos caían en trance, tenían convulsiones y algunos se extasiaban, mientras que otros “veían” el interior de su cuerpo… Al terminar la sesión, declaraban que se sentían mejor… Prácticamente todo París se apasionaría por el fabuloso descubrimiento.
… Pero surge la Primera Controversia
Llegado el éxito, Mesmer despertó oposiciones y se ganó enemigos. Ante esta práctica que se extendía como un reguero de pólvora y que fue percibida con una amenaza para el orden moral y político, Luis XVI pidió a una comisión de sabios de la Real Academia de Ciencias, que verificara la validez del fenómeno.
Una comisión, compuesta por cinco miembros de la Real Sociedad de Medicina, también se dio de lleno a la tarea de analizar el problema.
Pero, ¿cómo había qué proceder? Para los magnetizadores, era evidente que había que observar a los enfermos; para los expertos, por el contrario, era el fenómeno mismo lo que había que examinar. El químico Lavoisier se encargó de programar los experimentos y procuró separar la imaginación de los pacientes de la supuesta acción del fluido. Los experimentos fracasaron: los pacientes caían en trance sin que el magnetizador efectuara los pases y aunque sí estuviera presente. El veredicto de los expertos fue: si el fluido actúa cuando no puede pasar, es que no existe. “La imaginación es la verdadera causa de los efectos atribuidos al magnetismo.”
El debate evolucionó cuando entraron en escena los psicólogos, y con la invención del término “hipnotismo” por el inglés James Braid en 1843, Menos preocupados por la física, se interesaban más en el efecto terapéutico de los trances que en su causa. El mismo Freud, después de haber asistido a las sesiones de un hospital (el Salpêtriere), utilizó la hipnosis durante algún tiempo. Pero ante el carácter aleatorio y temporal de los resultados, abandonó esta técnica en favor del psicoanálisis, pues quería “lograr que los efectos de la sugestión fueran bastante duraderos como para curar definitivamente”.
Para los científicos, la hipnosis es una farsa. En su momento, Freud la condenó ¿y quién se atrevería a contradecir al padre del psicoanálisis?. Luego, la representación que el público se formaría de ella, la de un fenómeno un tanto mágico, lo que resultaría cómodo para muchos charlatanes e infinidad de hipnotizadores de feria, todo ello trajo como resultado que incluso los médicos y el profano se confundían, lo mismo que la comunidad científica también.
Aún hoy, cuando se trata de otorgar a la hipnosis un lugar en la investigación científica, se siguen suscitando ásperas discusiones. A pesar de que sus logros terapéuticos han inspirado un renovado interés, especialmente en el tratamiento del dolor y en la lucha contra el tabaquismo.
La hipnosis sigue siendo para muchos un Enigma y Misterio que aún no se ha resuelto del todo.
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