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La Pascualita

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Fue hacia 1930 que en los aparadores de la tienda La Pascualita, en la ciudad de Chihuahua, apareció el maniquí de una joven hermosa. Era un maniquí de cera, con cabello natural. Nada qué ver con los que se acostumbraban en la época.

Tenía el maniquí una cara muy bonita, con unos ojos grandes y expresivos, llenos de ilusión, como son los de una novia que va camino del altar. Dueña de un vestido largo, lleno de holanes desde la cintura al piso, llevaba el velo destapado, dejaba ver una pequeña sonrisa de felicidad.

Era tan distinto y tan bello el maniquí que la tienda pronto se hizo de renombre en la ciudad y en el estado. La gente que paseaba por la calle se detenía a admirarla. Lo que más llamaba la atención era que parecía estar viva de tan alegre.

Pasados unos años, la tienda había crecido y multiplicado sus ventas. La dueña de la tienda vio crecer a sus hijos en abundancia. Cuando la mayor llegó a la edad de contraer matrimonio, la familia se dispuso a hacer el mejor vestido de novia que se hubiera visto jamás.

Trajeron de Asia la mejor seda que había y pidieron a la costurera del negocio que se inspirara. La mujer hizo un vestido sencillo pero elegante. Abierto de los hombros, entallaba hasta la cintura y se abría para caer elegante hasta los tobillos.

Todo parecía felicidad, pero unos días antes de la boda la tragedia golpeó a la familia. La muchacha que estaba por contraer nupcias entró a bañarse en la vieja casona familiar, cuando un grito sacó al más templado de sus casillas.

Acudieron al baño a ayudar a la muchacha pero era tarde. Un alacrán le había picado en un pie. La herida se inflamó, la fiebre hizo presencia y, en unas cuantas horas, el alma abandonó a la muchacha inocente, justo cuando estaba a las puertas de la felicidad.

Dicen que la madre, incapaz de desprenderse del vestido que su hija iba a usar en la boda, decidió ponérselo a la maniquí. Y fue entonces que comenzaron las historias raras.

A partir de entonces, la Pascualita, como se conocía en la ciudad al maniquí, comenzó a cambiar su expresión. A veces se le veía feliz, ilusionada y sonriente, como siempre había sido, pero a veces aparecía en sus ojos la tristeza y desilusión.

Otras, fruncía el ceño y apretaba la boca, como quien piensa en algo de lo que no puede resignarse. Lo más notorio era que de vez en cuando una lágrima se resbalaba por sus cachetes, como invadida de nostalgia. Así fue como el pueblo supo que la muchacha no se había ido, que al poner el vestido en el maniquí, también le habían metido allí el alma de la jovencita.

 

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