A veces, la vida de los animales parece mediocre, sin sentido. Pero, si observamos con detalle su comportamiento y forma de vivir, tal vez nos percatemos que en realidad es interesante y que podemos aprender mucho de ellos.
Eso es precisamente lo que me pasó con Bill, un lindo gato gris con porte de tigresito y de ojos color avellana que adopté hace unas cuantas semanas. Vivir con él ha sido para mí como tomar un curso de actualización sobre la vida.
Lo que Aprendí de mi Gato
Bill es una criatura sencilla; cuando se siente cansado, duerme, y cuando tiene hambre, come. En cambio yo, cuando estoy cansada, me quedo despierta y veo algunas repeticiones de mi serie favorita; cuando me siento sensible, como. He tratado de vivir como Bill y no pierdo la esperanza de lograrlo.
Pero, lo más importante de Bill es que no conoce el miedo. “Ser todo agallas, no pensar nada”, dice mi amiga Christine. No hay hazaña que no intente. ¿Saltar una distancia tres veces su altura para subirse al sofá? Bill lo intenta alegremente, y cuando rebota y cae boca arriba, se lanza sobre el sofá una y otra vez.
Cuando observo a Bill balancearse sobre el estrechísimo respaldar de una silla, me pongo a pensar sobre mi vida: hace tiempo yo era tan audaz como Bill.
Cuando tenía veintitantos años, y cinco meses de embarazo, viajé a Finlandia y tuve la oportunidad de aprender a conducir sobre el hielo, un popular deporte finlandés. Aceleré demasiado rápido e inmediatamente choqué contra un banco de nieve. Di marcha atrás, aceleré más, y acto seguido, el carro patinó y dio vueltas antes de tropezar con otro banco de nieve. Mi esposo, quien iba sentado a mi lado, se quedó estupefacto. “¿Qué demonios haces?”, dijo. Yo era toda agallas, no pensaba nada; y, para mí, no había problema con eso. El auto no se dañó y, al pasar los límites, aprendí mucho. Había actuado como Bill.
Veinticinco años después, mi hija y yo escalábamos rocas en la cordillera de los Tetons (Wyoming, E.U.). Aprendí una cosa sobre ese deporte: es algo que no se empieza a los cincuentaitantos años. Y que no se debe hacer en compañía de una hija de 29 años que trepa cualquier cosa con gran agilidad. La última vez que escalé, me caí de la roca al hacer un movimiento difícil. No me hice daño, pero la experiencia destruyó la poca confianza que aún quedaba en mí. Cuando nuestro guía describía un movimiento complicado que había que dar en la tercera pendiente, decidí no seguir, y me felicitó por haber tenido la sensatez de reconocer mis límites; y razoné: la próxima vez que escale, emprenderé la ruta con seguridad en vez de ansiedad.
Ahora miro hacia atrás a través de los ojos de Bill, y veo que me equivoqué. No tomé una decisión con toda madurez; levanté la bandera blanca antes de tiempo. Pude haber conquistado esas últimas dos pendientes, pero no lo hice. El guía lo sabía, mi hija lo sabía y en mi corazón yo también lo sabía. No estaba siendo sensata; estaba utilizando mi edad como excusa.
La otra noche, disfrutaba un reality show de baile que siempre veo. Vi a uno de los bailarines deslizándose sobre la pista, un hombre que había volado a la luna, que merecía descansar sobre sus laureles; en cambio, a los 80 años, ahí estaba, arriesgándose. Bailaba algo tieso, pero al público le encantó.
Acerque a Bill a la pantalla. “¿Ves?”, le dije, “no todos los seres humanos somos cobardes”.
Le prometí que la próxima vez, no me daría por vencida sin intentarlo antes. Y le agradecí por todo lo que me había enseñado: Gracias Bill… Mi querido gato!
Susan Crandell // Fuente AARP
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