¿Qué pretenden -me pregunto y no alcanzo a comprenderlo-,aquellos políticos y supuestos defensores de los derechos humanos quienes de inmediato pegan el “grito en el cielo” cada vez que se habla de en
¿Qué pretenden -me pregunto y no alcanzo a comprenderlo-,aquellos políticos y supuestos defensores de los derechos humanos quienes de inmediato pegan el “grito en el cielo” cada vez que se habla de endurecer los castigos o simplemente aplicar el máximo rigor de la ley a los responsables de crímenes espantosos?
En el caso de México lo que está sucediendo es patético. Ahí, donde las ejecuciones, los secuestros y ahora también los asesinatos a las víctimas de los plagios están a la orden del día, nunca falta el cínico personaje público que, con cara de santurrón, asegura que “lo que hace falta no son sanciones más enérgicas, sino una mayor coordinación de los cuerpos policiales”. ¡Pamplinas! Palabrería barata que han repetido durante décadas y que no sirve más que para enfurecer aún más a una sociedad que está “hasta el copete” con tanta violencia y tanta impunidad. Ejemplos recientes: el debate en torno a la ejecución en Texas de José Ernesto Medellín, asesino y violador confeso de dos jovencitas en 1993.
De verdad que da pena escuchar legisladores mexicanos como la senadora y ex-Secretaria de Relaciones Exteriores de México, Rosario Green, decir que Estados Unidos “se había salido una vez más con la suya”. ¡Por favor, señora Green! Medellín -sanguinario criminal-, es quien se habría salido con la suya de haber recibido la oportunidad de un nuevo juicio con la posibilidad incluso de quedar en libertad. Caso similar las reacciones luego del secuestro y asesinato del joven Fernando Martí, hijo de un conocido y muy querido empresario en México. El pobre muchachito de 14 años, fue secuestrado por un grupo de policías que primero estrangularon a su chofer y dieron por muerto a su escolta. Luego cobraron un rescate de 500 mil dólares y aún así mataron a Fernando, cuyo cadáver encajuelado apareció en las calles de la capital mexicana el pasado 1 de agosto.
Imagínese usted el sufrimiento del chamaco antes de su muerte y por supuesto de sus padres, quienes antes del desenlace fatal vivieron una insoportable angustia durante 56 días en que no supieron nada de él.
¿Por qué no establecer la pena de muerte para ese tipo de bestias humanas que secuestran y asesinan a niños o jovencitos? Mucha gente en México volvió a cuestionarlo al enterarse de la noticia. Pero no. Una vez más salieron al paso “defensores de la vida” como el Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Marcelo Ebrard, diciendo que el debate sobre la Pena Capital era un asunto del pasado y que no había por qué volver a ponerlo en la mesa de discusión. Peor aún cuando el Presidente Felipe Calderón propuso siquiera cadena perpetua para los policías secuestradores y aquí quien abrió la boca fue el dirigente de la Comisión de Derechos Humanos del DF, Emilio Alvarez Icaza, afirmando que “no había que precipitarse con ese tipo de decisiones”. Si el temor a un castigo ejemplar no es suficiente para acabar con los secuestros o ejecuciones y si el sistema de justicia en países como México es un caso perdido, ¿cómo diablos piensan entonces los políticos y las autoridades resolver el problema? ¿Cómo piensan devolverle la tranquilidad a los padres de familia, a los empresarios y a la sociedad en general?
Digan lo que digan, si la cadena perpetua o la pena de muerte para asesinos confesos no son la solución, créame que tampoco perjudicarían gran cosa y en cambio si provocarían que la gente se sintiera más segura y protegida.
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