En los tiempos en que los árabes todavía gobernaban en partes de España, allá por el año 1445, vivía en Sevilla un modesto comerciante en telas, llamado Aben-Jasuf, ya entrado en años y viudo. Vivía con su hermosa hija llamada Zoraya.
El negocio de Aben-Jasuf le daba para atender a sus necesidades y vivía contento, porque había podido dar una vida cómoda a su hija, que había crecido lozana y hermosa como pocas en Sevilla. A pesar de estar contento con su suerte, Aben-Jasuf era un hombre adusto, de pocas palabras y pocas sonrisas. Contrario al carácter de su hija que siempre fue una niña alegre, vivaracha y amorosa y atenta con su padre. Pocas veces acompañaba Zoraya a su padre en sus negocios, pues casi no salía de su casa, pero siempre que aparecía en la calle, aunque fuera acompañada de su padre, tanto árabes como cristianos admiraban la belleza de la morisca, de hermosas y atractivas formas aunque no llegaba aún a los 18 años; pero sobre todo les atraían aquellos hermosos ojos negros de mirada profunda y misteriosa, llenos de promesas de amor y pasión. Sobra decir que su padre la cuidaba con el celo con que se cuida una valiosa joya.
No sabía Zoraya de las cosas del mundo, mas que lo que su padre le contaba y no conocía más tierra que la de la calle de su casa a la tienda y el cielo que veía desde el patio de su casa. Para los árabes había dos cosas muy sagradas, el Corán y sus mujeres. Y el padre de Zoraya, aunque confiaba en la bondad natural de la joven y sabía que era una muchacha virtuosa, no descuidaba nunca su casa. Por eso cuando empezó a notar cierta tristeza en su hija, falta de apetito y unas ojeras que afeaban sus lindos ojos y el color brillante de su rostro, que se fue volviendo de una palidez extraña, pensó que alguna enfermedad seria la acosaba. Lejos estaba de pensar Aben-Jasuf que aquellos síntomas fueran de enamoramiento, tenía que ser alguna enfermedad, y pronto buscó auxilio, pero las atenciones del mejor médico no la pudieron salvar. La fiebre subió altísima, luego cayó la joven en un letargo del que ya nunca despertó. Alah lo quiso, murmuraba el desventurado Aben-Jasuf con frases entrecortadas por el llanto…
Pasaron los días, pero no la pena, hasta que un día encontró fuerzas Aben Jasuf para a entrar al cuarto donde murió su hija, que había estado cerrado desde entonces. Largas horas pasó encerrado en el cuarto y al fin se le vio salir con el rostro demudado. Cerró su tienda y se dirigió al Alcázar. “Necesito ver al rey, -dijo a al alcalde-, vengo a pedir justicia”.
Gobernaba en el Alcázar de Sevilla el rey Ebu-Abed, hombre poderoso, noble y justo. Cuando Aben-Jasuf fue recibido, con mucho respeto y grande dolor expuso ante el rey que en el cofrecito de su hija había encontrado varias cartas de donde concluía que su hija había preferido morir para evitar a su padre la vergüenza de verla deshonrada. Una de las cartas decía muy claro: “Por Alah te pido no hables de morir. Dices que es muy tarde y que tu resolución está tomada, pero debes de saber que si alguna afrenta a causado mi amor, yo estaría dispuesto a lavarla con mi sangre, pero tú no debes morir, Zoraya mía”. Muy clara estaba firmada la carta con el nombre de Abul-Zaid con caracteres árabes.
–Señor, -decía Aben-Jasuf- A tus plantas me he arrojado escondiendo el rostro que enrojece el deshonor. Haced que me levante con la promesa y seguridad de que la sangre del malvado borrará la deshonra, ya que no puede borrar la amargura que es eterna noche de mi vida.
El sultán aseguró a Aben Jasuf que se haría justicia, y después de algunos días, por fin se pudo encontrar al individuo que se llamaba Abul-Zaid. Era un joven de arrogante figura, que cuando supo de qué se le acusaba aseguró que nunca en su vida había visto a la hija de Aben-Jasuf, mucho menos haber tenido tratos con ella, y que apenas había llegado a la ciudad donde nunca antes había estado. Pero sus alegatos fueron inútiles. Las orden de Ebu-Abed fue que lo decapitaran en público, una vez que se hubiera pregonado su delito, para que sirviera de escarmiento a todos en Sevilla, tanto a árabes como a cristianos.
Cuando llegó el día en que se cumpliría la sentencia, la plaza estaba llena de rostros poseídos por el espanto, pero nadie se animaba a levantar la menor protesta o petición de perdón, Si Ebu-Abend lo ordenaba, eso sería la voluntad de Alah.
Trajeron al reo que gritaba alarmado su inocencia. El sol destellaba en la cimitarra del verdugo, pero cuando el oficial iba a dar la orden… se oyó el tropel de un caballo que se acercaba atropellando a los que le estorbaban. Era un español gritando en árabe, ¡Alto, por el amor de Dios, Alto!!
Nadie entendía lo que estaba pasando. El perdón no podía ser, la justicia era inflexible y en todo caso no sería un cristiano el mensajero del sultán. De entre la multitud se adelantó Aben-Jasuf, el padre de Zoraya e interrogó al caballero.
–¿Qué traes, cristiano, por qué en nombre de Alah, pides la vida de este infame que olvidó nuestras leyes y ultrajó mis canas?
–Aben-Jasuf. -contestó el español- este hombre es inocente. Lejos de Sevilla me encontraba cuando me enteré de que iba a ser ejecutado un hombre inocente. Que lo sepan todos, que lo sepa tu rey y tu justicia. Yo fui el que seduje a Zoraya. Yo el que hizo los escritos, yo el que creyendo inventar un nombre cualquiera puse el de este infeliz al que ha condenado la ley de la tierra, que a veces se equivoca, pero a mí me ha condenado mi conciencia y esa nunca se equivoca.
Los dos fueron llevados ante el rey que admiró el valor del cristiano, dejó en libertad a Abul-Zaid, y al cristiano lo mandó a la cárcel, mientras llegaba la fecha en que expiaría su culpa. Pero cuando a los tres días fueron a buscarlo a la celda, encontraron con se había escapado. Algunos pensaron que había inventado la historia para salvar a Abul-Zaid de la muerte.
El viejo Aben-Jasuf ya no pensaba tanto en la venganza, todos eso acontecimientos y la tristeza lo estaban acabando de envejecer. Cerraba temprano su tienda y se recogía en su casa. A los pocos días de la desaparición del cristiano, una noche en que Aben-Jasuf metía la llave en la cerradura de la puerta de su casa sintió que algo o alguien rozaba su turbante con isistencia, volteó a todos lados y no vio a nadie ni escuchó nada, de manera que no le dio importancia y entró y cerró su puerta. Pero al día siguiente a los primeros rayos del alba, los madrugadores vieron sobre la puerta de la casa de Aben-Jasuf, pendiente de una cuerda atada a las rejas del balcón del cuarto de Zoraya, el cuerpo del cristiano prófugo, con un escrito bien asido en su mano “Justicia que hace a sí mismo un noble hijo de Castilla. Zoraya no debió morir por mi culpa, yo debí haber muerto por ella”.
La leyenda dice que el rey Ebu-Abed, impresionado con el valor del castellano, mandó que su cuerpo fuera enterrado con muchos honores…
Así lo cuenta la leyenda y así lo contamos nosotros….
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