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EE UU EN LA FRONTERA DE SU PROPIA BARBA-RIE

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Si quedaba alguna duda sobre la evidente y cruel guerra de Donald Trump contra los inmigrantes, especialmente indocumentados y de color, las recientes revelaciones hechas por The New York Times sobre tácticas más propias de un sicópata que de un jefe de estado para impedir su paso por la frontera sur erizan la piel de cualquiera.

Además de su retórica xenófoba y de sus políticas antiinmigrantes que ha intentado convertir en algo “normal” a lo largo de los últimos tres años con su constante repetición, ha añadido una serie de agravantes que rebasan los límites de la inhumanidad, pues pedir que dispararan a los inmigrantes en las piernas para reducir su paso hacia suelo estadounidense conlleva, además de sadismo, una fuerte carga de autoritarismo y de insana mental preocupante.

Según el reporte del diario neoyorquino, tomando como base una parte del contenido del libro Border Wars: Inside Trump’s Assault on Immigration, de Julie Hirshfeld Davis y Michael D. Shear, esa no fue la única idea de Trump para frenar el flujo migratorio hacia Estados Unidos, sino que habría pedido que construyeran una fosa en la frontera sur, en la que hubiese cocodrilos y víboras, además de electrificar la valla fronteriza y colocar púas en la parte superior para perforar la piel humana.

Escalofriante escenario, sí, pero lógica e indeleblemente “trumpiano”. Solo el Conde de Lautréamont y el Marqués de Sade compiten en una crueldad semejante.

Menos mal que, según el reporte que ahora mismo tiene desquiciado a Trump, miembros más conscientes de su equipo le indicaron que, constitucionalmente, todo eso que pedía era ilegal, por lo que tuvo que dar marcha atrás, a regañadientes, a sus pretensiones.

Es decir, tan acostumbrado tiene este presidente a su país a las estridencias de sus decisiones, de sus órdenes y de su compulsivo y violento estado de ánimo —casi en su totalidad en relación con el tema migratorio—, que el nuevo descubrimiento sobre su forma de pensar en torno a los migrantes que no le agradan ya no sorprende.

Y aunque indignado se apresuró a negarlo diciendo en su cuenta de Twitter que puede ser duro en seguridad fonteriza, “pero no tan así de duro”, la nueva saga antiinmigrante añade, en cambio, un nivel más elevado de preocupación entre las comunidades migrantes y la violencia, verbal y física, que han tenido que enfrentar durante todo este tiempo. Sin descartar, por supuesto, a la prensa, que el presidente volvió a categorizar como “enemigo del pueblo”, agregando el calificativo de “corrupta”, como una muestra más de sus frustraciones ejecutivas, a la que se agrega la sombra del juicio político y la apocalíptica reacción presidencial en el sentido de que si es destuituido, “habrá otra guerra civil”.

Por ello, la pregunta de fondo no es por qué un presidente como el actual que ha avalado la separación de familias en la frontera y enjaulado menores de edad, sigue ejerciendo el poder, a pesar de tantos agravios a la Constitución, a los derechos humanos, o al pasado migratorio de Estados Unidos, sino por qué esta sociedad se ha convertido en mera espectadora del deterioro más denigrante que ha tenido en su historia.

En otras palabras, ¿qué tipo de país es ahora Estados Unidos que ha permitido que gente que promueve veladamente políticas salpicadas de fascismo llegue al poder? Y lo que es peor aún: ¿por qué después de tres años —una eternidad en crisis políticas— este país no se haya podido deshacer de un anacronismo político y un accidente presidencial como Trump que le está costando tan caro, que incluso podría perder credibilidad absoluta como democracia alrededor del mundo por el resto de sus días como nación?

No hace falta que el mandatario niegue los señalamientos que se le hacen en torno a la siniestra idea que tiene de resguardar la frontera sur —siempre la frontera con México—, con todo y su carga de sadismo, pues en el camino que ha trazado con sus políticas de disuasión migratoria ha ido dejando huellas de racismo fácilmente identificables, las que a su vez se han convertido en una especie de código que los supremacistas como el atacante de El Paso han podido descifrar.

En esa dicotomía se encuentra no solo la política migratoria —entre quienes desean entrar al país y quienes les impiden el acceso—, sino esos “dos Estados Unidos” que se acercan cada vez más a una histórica zanja de serpientes y lagartos en la frontera de su propia barbarie.

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