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El casillero del Diablo

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(Leyenda de origen Chileno)

   Iban protegidos por la oscuridad de la luna nueva. Para algo así, siempre era bueno ser menos, por aquello de la discreción, aunque lo pesado de la carga no les dejaba alternativa. Necesitaban manos. Iban los siete uno detrás del otro, la espalda corva, la cabeza gacha, una mano tomada del cinto del que seguían, como fila de elefantes. No era la primera vez que entraban allí a robar. Aquella noche, se escuchaba la serenata de grillos cantando a las estrellas. Avanzaron los siete pegados al muro, hasta el pie de una ventana minúscula, un respiradero cerca del tejado. Aupándose unos a otros, jalando con cuerda a los últimos, se colaron al interior de la bodega, donde el olor del tonel, mezclado con el fermento, hizo que salivaran siete bocas y siete avaricias. Adentro faltaba la vela que les permitiera ver la baldosa que pisaban y eso compactó aun más la fila. El de hasta delante era el que mejor conocía el camino. Podía reconocer en la oscuridad las galeras organizadas por edades de añejamiento. Le eran familiares las zonas de trabajo y los pasillos anchos. Sabía las distancias como la palma de su mano, como que allí trabajaba todos los días. Iban a robar un casillero específico, ni siquiera de los más grandes sino uno pequeño, apartado, que estaba detrás de una puerta de metal a la que se le echaba candado. 

  Hacer una copia de la llave, mucho tiempo atrás, había sido el primero de los hurtos. Cuando se acercaban al casillero, sucedió algo inesperado. La fila reaccionó como una sola cabeza, agazapándose unos donde pudieron y los demás allí mismo, empujando un poco.

  La puerta estaba abierta y del casillero salía una luz de consideración, como si de muchas velas se tratase.

  ¿Acaso alguien se les había adelantado al robo?   No podía ser, ¿quién iba a cometer un robo gastando fortunas en velas siendo que la ocasión obligaba a no prender ninguna? Se escuchó una voz muy intensa, ronca.

  Decía algo que los siete no podían entender, como un conjuro en otra lengua. Cuando la ceremonia llegó a su clímax, sonó un grito humano desgarrador y, tras un breve silencio, reapareció la voz ronca, ahora conciliadora, feliz. Entonces comenzaron a sonar unos pasos fuertes. No los de un hombre normal, sino los de uno que fuera de roca. Lo que fuera, estaba a punto de salir del casillero. La luz intensa les permitió ver reflejada en el piso la silueta del hombre cuyos pasos cimbreaban la tierra.

  Era joven, fuerte y tenía en la cabeza dos cuernos. Era el diablo que salía del casillero y caminaba hacia ellos.

  Aquella noche, los siete ladrones, que habían entrado sigilosos, salieron del bodegón gritando como niños. Quienes los vieron entrar al pueblo corriendo juraron que parecían almas perdidas.

   Dicen que a más de uno lo pálido le duró el resto de la vida. Dicen que hasta allá podía la gente escuchar la risa profunda y maligna del mismo diablo. Esa noche lo supo el pueblo, la comarca, el país. Lo que tal vez nunca supieron los siete ladrones era que la risa no era de Lucifer sino de Melchor de Concha y Toro. 

  Hacia 1871, cuando sucedió esta historia, la viña de don Melchor era ya una de las más grandes de Chile. Por años, la familia había reservado algunas de las mejores botellas para abrirlas en calendas especiales, adornadas con manteles largos. Era costumbre guardar los vinos, y era costumbre que fueran desapareciendo así, como por arte de magia.

   Por eso Melchor decidió espantar a los ladrones y, sin proponérselo, dio nombre al casillero más famoso de Chile.

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