En aquel recinto, que era un salón de clase, solía escucharse su voz y los distantes ruidos del bosque, separados por la choza de bambú. Era tal la disciplina que los discípulos bajaban el volumen de su voz al entrar al aula, incluso si el maestro no estaba presente. Tal era la fama de sus conocimientos, sólo equiparable a la de su rigidez.
Era famosa su regla aleccionadora, que igual volaba con tino de arquero que bajaba pesada, con mano de gigante. Pobre del discípulo (alumno) que prefiriera jugar en lugar de estudiar, que se ganaba unas marcas en la piel.
Pero al maestro jamás se le vio tan enojado como la vez que aplicaba un examen sobre botánica. Caminaba por entre los pasillos formados por los pupitres, el ojo atento, la cabeza rotando lentamente de un lado a otro. Desde el fondo del aula, casi de espaldas, notó que un niño aprovechaba el momento para mover la cabeza y copiaba el examen de su compañero.
Esta vez no fue la regla la que voló, fue el maestro mismo, que levantó al niño de su lugar, le quitó la prueba y lo hizo esperar afuera del salón. Tendría tiempo de hablar con él cuando los demás terminaran el examen. Pero era tan difícil, tenía tantas preguntas, que se hizo de noche y, cuando él salió, el alumno ya no estaba allí.
La segunda falta y la noche de espera no hicieron sino agrandar la ira del profesor. Llegado el momento de iniciar la clase al siguiente día, aquel niño todavía cometió una tercera falta, para colmo llegó tarde.
Acabando la clase, el maestro lo llamó aparte y pidió una explicación.
El pequeño discípula comenzó a excusarse diciendo;
-Pido me disculpe, maestro-. Sé que he hecho mal y no hay cosa que repare la falta. Puedo decir que lo hice por querer pasar, por seguir en su clase, donde tanto he aprendido. También me disculpo por haberme ido anoche. Mis padres pasaron por la escuela, venían muy excitados. Parecía algo urgente y obedecí, como es debido. No quise interrumpirle, hubiera sido quitarle el tiempo mientras aplicaba el examen. Y esta mañana, perdóneme, mi tardanza se debió a que estaba heredando una enorme suma de dinero. Son tantas onzas de oro, que se me fue el tiempo pensando cómo debía gastarlo. Convine con mis padres que lo mejor es comprar una buena casa y contratar algo de servidumbre. Podemos darnos una vida muy cara, aunque en realidad preferimos algo simple, suficiente para aliviar el trabajo de mi madre, que ha estado cuidando de mí y de mis hermanos mucho tiempo. También pienso comprar libros. Quiero seguir estudiando y llegar a ser un sabio, como usted gran maestro. Y, sin embargo, eso no es suficiente.
– ¿No lo es? -preguntó el profesor, mitad intrigado, mitad ofendido.
– ¿De qué sirve el dinero si no lo comparte uno con la gente indicada, con quienes hacen el bien a los demás? Por eso, como usted es la persona que más me ha ayudado y que más me puede enseñar, convine también con mis padres que le demos una parte que será suficiente para que usted viva con cierta comodidad y pueda dedicar más tiempo al estudio y la enseñanza. Eso sí sería suficiente, ¿no lo cree usted?
El profesor tenía los oídos llenos de miel y el corazón de agradecimiento. Lejísimos, en su memoria, quedaban los problemas causados por el niño el día anterior. En el colmo de la felicidad, convinieron comer algo juntos en la escuela, para darle un poco de forma a los planes.
Con la barriga en calma, el profesor preguntó: ¿cuánto dinero haz heredado exactamente?
– No lo sé -contestó el niño-. Yo quería contarlo pero fue cuando mi madre me despertó porque se me hacía tarde para llegar a la clase!
Enseñanza: A veces el decir o no una palabra, una frase, cambia el sentido de las cosas… Cuidado!
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