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El Flautista de Hamelín

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Hace mucho, muchísimo tiempo, existía en un país muy lejano un pequeño pero próspero lugar llamado Hamelín. Era un hermoso pueblito que tenía un río por un lado y una montaña por el otro. Allí,

Hace mucho, muchísimo tiempo, existía en un país muy lejano un pequeño pero próspero lugar llamado Hamelín. Era un hermoso pueblito que tenía un río por un lado y una montaña por el otro. Allí, la gente vivía muy contenta pues siempre había mucho que comer y que beber. Sus niños estaban sanos y eran felices.

Un día, los habitantes de Hamelín se dieron cuenta de que tenían un grave problema. ¡Su encantador pueblo estaba infestado de ratas! Por todos lados había infinidad de roedores: en los árboles, en las calles, en los callejones, en los áticos y en los sótanos. Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquietante plaga. Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. ¿Qué podría hacer la pobre gente de Hamelín?.

Ante la gravedad de la situación, el alcalde del pueblo convocó una junta con su consejo y dijo: “Daré cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones”. Al poco tiempo se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: “Soy un pobre flautista”, dijo, “pero puedo ayudarles a sacar a las ratas de su pueblo. ¿Me pagarían cien monedas de oro por hacerlo?” “¡Oh, le daría mil monedas de oro a cualquiera que se deshaga de esas ratas!”, exclamó el alcalde. Y todos los demás miembros del concejo exclamaron” “¡Sí, sí. Mil monedas de oro!” Dicho esto, el flautista comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.

Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados. Los hamelineses, estaban asombrados. ¡Todas las ratas se habían ido gracias a aquel flautista! Se sentían muy aliviados y contentos, tanto, que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche.

Cuando el flautista regresó al pueblo dijo al alcalde: “Vengo por mis mil monedas de oro”. “Pero señor,” dijo el alcalde, “¡era sólo una broma!” ¡Seguramente no esperará que le paguemos mil monedas de oro por un trabajo tan corto! Aquí tiene veinticinco monedas y dése por bien servido”. “Usted me prometió mil”, le dijo el flautista. “De acuerdo, aquí tiene cincuenta monedas. Tomélas y váyase”, dijo el alcalde. Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra y otra vez. Pero ahora no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico. Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.

Todos los niños del pueblo seguían al flautista, que los guiaba hacia el río. La gente comenzó a asustarse. ¿Saltarían sus hijos al río como lo habían hecho las ratas? El flautista dio vuelta y se dirigió hacia la montaña. La gente pensó qué jamás lograría hacer subir los niños una montaña tan alta. Pero, en ese preciso momento, y para sorpresas de la gente del pueblo, una puerta mágica se abrió en aquella montaña. Entonces, el flautista guió a todos los niños a través de aquella gran apertura. La pobre gente de Hamelín lloraba mientras veía a sus hijitos desaparecer tras la montaña. Se habían ido para siempre. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza. Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en aquella ciudad llamada Hamelín y donde, por más que busquen, nunca encontrarán ni un ratón y/o un niño…. Y colorín colorado, este cuento se ha terminado!

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